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Tribuna:LA OFENSIVA TERRORISTA
Tribuna
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Pulso para matar

Mi pulso no temblará, dijo el general Franco, que ya va para 25 años que les falta a los etarras, cuando usurpaba los poderes del Estado a la altura de octubre de 1936. Era toda una macabra promesa anticipada ya en otros comportamientos previos, que le habían hecho acreedor al prestigio del terror desde sus tiempos de segundo jefe de aquella Legión, recién fundada por el coronel Millán Astray. Un corresponsal de prensa norteamericano quiso indagar entonces sobre las posibilidades de un acuerdo que pusiera fin a la guerra y obtuvo de Franco la respuesta de que exterminaría a sus enemigos aunque para ello tuviera que fusilar a media España.Ahora que se cumple un cuarto de siglo de aquel 20-N, elegido por el marqués de Villaverde con precisión y coincidencia joseantoniana para desconectar a su suegro después de haberle expuesto a una agonía que ni el peor de sus enemigos habría podido desearle, parece oportuno recuperar este ejemplo franquista de construcción nacional tan siniestro y, al mismo tiempo, tan parecido al que pretenden perpetrar los etarras al frente de su propio Movimiento Nacional, el MNLV, convertido en una máquina juntacadáveres como la descrita por Elías Canetti.

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Pues, bien, ese mismo buen pulso para matar, el que le permitía al general superlativo firmar las penas de muerte en el apacible café de las sobremesas del Palacio de la Isla en Burgos, es el que acreditan los etarras que vamos conociendo mejor, como ha sido el caso de Jon Igor Solana y Harriet Iragi Gurrutxaga, detenidos en Sevilla el pasado día 16 apenas media hora después de asesinar en su consulta al doctor Antonio Muñoz Cariñanos. Asombra, siguiendo el rastro de las agendas de los asesinos, comprobar que un asesinato cumplido nunca les quitaba el apetito ni les impedía una plácida digestión, sino que más bien acrecentaba en ellos las ganas de fiesta y celebraciones. Y es aquí, en este umbral insólito, donde se abre el abismo que exige reflexionar.

Porque, vamos a ver, ¿se puede saber de qué naturaleza están compuestos semejantes voluntarios de ETA, por denominarles de la misma forma que su particular prensa del Movimiento, donde aquel sugestivo emblema del yugo y las flechas aparece trocado en el no menos evocador del hacha y la serpiente? ¿Cómo pueden haber sido envenenados además delante nuestro y de tal manera? ¿Cuál es la composición de los tóxicos suministrados capaces de hacerles insensibles al crimen, de sentirse autorizados para asesinar sin incurrir en padecimiento alguno, de apuntarse las víctimas a su cuenta como si fueran trofeos que les hicieran merecedores del reconocimiento público por sus gentes?

Cuando, invocando el artículo del Código de Justicia Militar entonces vigente, que disponía el carácter público de las ejecuciones, pude llegar, con los colegas Friedrich Kassebeer, del Süddeutsche Zeitung, y Román Orozco, de Cambio 16, en la madrugada del 27 de septiembre de 1975 hasta el campo de tiro de Hoyo de Manzanares a tiempo de escuchar las detonaciones que acabaron con los condenados del FRAP, vimos también a los dos pelotones de fusilamiento de la Guardia Civil y de la Policía Armada. Sabíamos que estaban integrados exclusivamente por voluntarios, pero eran la imagen de la máxima desolación, incapaces de articular palabra, de encender un cigarrillo, de devolver la mirada.

Los voluntarios etarras representan, sin embargo, otro estadio anterior o posterior de la evolución humana porque, según leemos, carecen de semejante sensibilidad, pueden guardar sin problemas el equilibrio sobre una bicicleta después de disparar a la nuca de quien han seleccionado como objetivo. Cierto que viven fuera de las estrecheces del rancho, que tienen un sólido sistema de pensiones cuando les llegue el retiro forzoso, que nunca les falta dinero de bolsillo para darle a su cuerpo la alegría que les pide, pero precisamente por todas esas holguras debería infiltrarse la insumisión a las órdenes recibidas de una banda que logra la docilidad acreditando puntualidad en los pagos, porque, además, ya nadie puede invocar la obediencia debida como eximente de responsabilidad.

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