Comida rápida en la 'Lyón vasca'
San Sebastián, templo de la gastronomía, empieza a sufrir el acoso de los establecimientos de 'fast food'
A estas alturas puede parecer ocioso romper una lanza en favor de la comida de calidad, sea tradicional o moderna, frente a los efectos de la globalización culinaria, lo que defiende con ardor en todo el mundo la asociación italiana Slow Food. Es ésta una organización sin fines lucrativos que entre los próximos días 25 y 26, dentro del Salone del Gusto de Turín, que la propia organización auspicia, dedicará especial atención a las nominaciones de los productos típicos en peligro de extinción, que se deberían tutelar y defender.Pero a riesgo de parecer machacones hay que seguir insistiendo sobre la comida basura. Hay que reconocer que el fast food ha sitiado a los amantes del buen gusto. Hasta hace poco, se contentaba con aposentar sus mastodónticas instalaciones en los aledaños de la ciudad, en los grandes centros comerciales, lanzando sus anzuelos a unos jóvenes despistados, indefinidos gastronómicamente, que van a pasar las tardes a esos centros en que no falta de nada para lavar el cerebro (con la salvedad de los cines) y embadurnar sus estómagos de pringoso ketchup.
Ahora, el caballo de Troya ha entrado por la puerta grande de la ciudad sitiada. Una ciudad como San Sebastián que presume de sus estrellas Michelín, de sus pescados de anzuelo, de una cocina popular variada, de sociedades gastronómicas únicas, de pinchos selectos, de muchos morritos finos por metro cuadrado; una ciudad con unos vecinos que hacen del comer una liturgia; una ciudad de postal, de paisajes de ensueño, con espacios culturales, nuevos edificios de vanguardia, museos al aire libre y sobre todo, ser la capital culinaria por excelencia.
Pero he aquí que la apodada Lyón vasca ha permitido que una multinacional de la hamburguesa, abriendo brecha, se instale en el mercado mas emblemático de la ciudad, respetando su fachada neoclásica y soterrando en las catacumbas, de forma vergonzante, a los puestos tradicionales de frutas y verduras, las carnicerías, la pescadería, ésta última, una de las glorias locales. Y si no, que se lo pregunten al chef francés Alain Ducasse que hace unos años, ante tanta joya marina, lanzó múltiples olalás de admiración por unos pescados brillantes e inigualables.
Una ciudad que, pese a lo dicho, se está convirtiendo poco a poco en la de las pizzas motorizadas, sospechosas hamburguesas, platos chinos -¿o cochinos ?-, perritos calientes -más lo primero que lo segundo-, uniformadas patatas congeladas, malditas freidoras multiusos, raciones recalentadas con sabor de microondas, pinchos de angulas de palo o insulsos cruasanes rellenos de una hipocresía llamada surimi, de chipirones, guisantes y espárragos sin fecha de caducidad. De mentiras consentidas, amparadas en el paraguas del exotismo o del tipismo y encima, con la coraza del pedigrí gastronómico localista.
Muchos dirán que somos elitistas, que no comprendemos la necesaria adecuación de la comida a la vertiginosa vida moderna. Puede ser. Y desde luego, el comer por placer nunca va a ser lo mismo que la apresurada comida de diario. Pero incluso para esos momentos de falta de tiempo hay que apostar, con riesgo, por otro tipo de comida sin que sea necesariamente basura.
¿Se puede soñar en un hipotético fast food digno?. ¿Por qué un bocadillo tiene que ser malo si el pan es reciente y lo que se mete dentro es de gran autenticidad, por sencillo que sea? Por ejemplo, una simple tortilla francesa hecha con huevos frescos y buen aceite de oliva con un crujiente bollo de pan, recién hecho y, a poder ser, en horno de leña. Soñemos con utopías imposibles para mejorar algo la realidad. No pedimos nada más que una cosa: que lo sencillo esté bien hecho.
Ya lo dijo Oscar Wilde: "Los placeres más simples son el refugio de los espíritus más complicados".
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