Del Tigris al Moll de la Fusta MERCEDES ABAD
¿Se acuerdan de la época en que Barcelona no cotizaba en el hipermercado turístico, ni figuraba en ninguna lista, ni obligaba a sus aguerridos habitantes a tragarse indigestas cápsulas de retórica institucional sobre la megadiversidad mientras ven crecer pisos de alto standing que sólo podrán costearse los que manejan una polidiversidad de tarjetas de crédito? Me refiero a la época en que los pocos extranjeros que se aventuraban por estos pagos consideraban su estancia en esta ciudad como una mera etapa antes de alcanzar más nobles destinos: Londres, París, quizá Berlín... Cuando éramos más o menos igual de provincianos que ahora, pero no teníamos licencia para dárnoslas de cosmopolitas. Y, sin embargo, como le sucedió a Pius Alibek allá por los años ochenta, muchos forasteros acabaron quedándose, seducidos por una Barcelona mucho menos pretenciosa y pijeras que la de ahora."Soy asirio", afirma Pius Alibek, con llamaradas de orgullo milenario encendiéndole la mirada. Los bajorrelieves poblados de feroces guerreros pisoteando enemigos a que tan afectos eran los asirios desfilan ante mis ojos y empiezo a sudar frío, mientras un policultural instinto de huida se hace con el timón de mi nave. Afortunadamente para mí, nada en los suaves modales de este mesopotámico sonriente, locuaz, cálido y educado recuerda los sanguinarios pasatiempos de sus antepasados. Originario de Erbil, una pequeña ciudad del Kurdistán iraquí situada a menos de 100 kilómetros de lugares tan evocadores como Nínive, Nimrud o Khorsabad, Pius es un tipo aguerrido que ha sobrevivido a dos o tres implacables inmersiones lingüísticas sin traumas observables.
"Mi familia es cristiana y nuestra lengua es el arameo, pero en la escuela estudié en kurdo. Cuando tenía siete años nos trasladamos a Basora y me matricularon en una escuela donde sólo se estudiaba en árabe. Al principio no entendía una palabra; fue una auténtica inmersión. Mi madre todavía lo habla fatal, la pobre". Después vendría un monasterio de jesuitas norteamericanos en Bagdad y una nueva inmersión, esta vez en la lengua de Shakespeare. En lugar de enmudecer para siempre, Pius afrontó este cafarnaúm lingüístico con algo más que una admirable gallardía. "Uno de mis profesores", afirma con una sonrisa zalamera, "me llamaba el Profeta de Dios por mi extraordinaria facilidad para la comunicación oral". Oyéndolo hablar alternativamente en perfecto catalán y perfecto castellano, me pregunto si aquellos que por extraños avatares se han visto obligados a manejar y hacer suyas lenguas ajenas (¿pero no es siempre una convención ajena una lengua?) no son los que antes llegan a comprender que una lengua no es más que un vehículo.
Hoy en día, Alibek es un especialista en lenguas comparadas, y compagina la traducción al catalán de poetas y narradores árabes con su participación -junto al Instituto del Próximo Oriente Antiguo (IPOA), presidido por Gregorio del Olmo- en el Proyecto Manumed para la conservación y catalogación de los manuscritos del Mediterráneo.
Pero eso no es todo. Desde hace un par de años, regenta además un pequeño restaurante en Gràcia (Verdi, 65) que responde al nombre de Mesopotamia y que, desde la semana misma de su apertura, goza de un éxito pasmoso. Lo primero que sorprende de este lugar es que sus paredes, que Alibek levantó con sus propias manos, son de adobe, con cenefas de motivos mesopotámicos que recuerdan los leones de la puerta de Ishtar de Babilonia. La segunda sorpresa, amén de la inclusión de un plato milenario como el Burgul (del que hay referencias en textos sumerios) o un exótico pollo al agua de rosas, es que todos los segundos platos de la carta valen lo mismo. "Quería aplicar un concepto distinto: que por 2.500 pesetas la gente pudiera probar unos cuantos entrantes y elegir el segundo que le diera la gana entre todos los platos de cocina mesopotámica que ofrece la carta, sin preocuparse por si éste es más caro y aquél más barato; que coman lo que realmente les apetezca sin que la cuenta provoque infartos".
Tras despedirme de Pius y encaminarme hacia el metro, me pongo a inventarme sobre la marcha unos orígenes exóticos. No me lleven la contraria -puedo ser peligrosa- si un día de éstos les cuento que mi tatarabuelo se bañaba cuando niño en las aguas del Tigris.
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