Sólo palabras
Nada se ha firmado en Egipto tras la extenuante cumbre de urgencia entre palestinos e israelíes arbitrada por Clinton, la ONU y Europa para intentar detener la carrera prebélica. Del aire sombrío de una reunión de 28 horas, que casi íntegramente se han dedicado a entrevistas múltiples, da idea que Arafat y Barak ni siquiera se hayan llegado a hablar personalmente. Tras la letanía diplomática sobre lo esperanzador de los resultados, los propios estados mayores de las delegaciones cruzan los dedos sobre lo que cabe esperar de Sharm el Sheij, que se convocó a sabiendas de que cualquier eventual concesión de un bando sería siempre menor que lo exigido por el otro. La realidad constatada es que casi tres semanas de sangre han pulverizado siete años de diálogo en Oriente Próximo.En un comunicado vago, sucedáneo de la declaración conjunta, Clinton dijo que palestinos e israelíes se han comprometido a detener la violencia actual, acordado la investigación de sus causas (básicamente por EE UU, con ayuda de la ONU) y aceptado la posibilidad de volver a negociar en dos semanas. El presidente que aspiraba a poner fin durante su mandato a más de medio siglo de hostilidades no pudo precisar la secuencia de acciones para devolver la región a la situación previa al 29 de septiembre, incluyendo el fin del bloqueo militar israelí a los territorios palestinos y la reapertura del aeropuerto de Gaza.
Aun contando con su teórica buena fe, es evidente que los acontecimientos recientes han hecho a Barak y Arafat mucho más vulnerables ante sus respectivos radicales. La articulación política israelí permite a su primer ministro -que lucha por su supervivencia cuando el Parlamento reanude sus sesiones a finales de mes- esperar cohesión entre sus intenciones y los resultados. Pese a ello, Barak ha vuelto a señalar tras la cumbre su deseo de proponer al halcón y jefe del Likud, Ariel Sharon, compartir un Gobierno de unidad nacional. Los palestinos definen tal posibilidad como el beso de la muerte de cualquier entendimiento.
Arafat lo tiene más difícil. El jefe palestino ha acudido a Egipto contra los deseos de una buena parte de los suyos, y por supuesto de los más influyentes grupos armados. Incluso suponiéndole el control de su propio bando, no está en condiciones de detener la violencia como quien pulsa un interruptor. Las últimas semanas han llevado a los palestinos, con más de un centenar de muertos, a un punto de ebullición emocional. Tanto los fundamentalistas de Hamás como responsables de Fatah, el propio movimiento de Arafat, se declaraban ayer al margen de los compromisos de Sharm el Sheij. La capacidad de los radicales es mayor que nunca para sabotear un acuerdo prendido con alfileres.
Cualquier chispa terrorista puede encender un conflicto imparable. Y no sólo terrorista. El manejo de la crisis en los próximos días, en tanto se comprueba si palestinos e israelíes adoptan medidas eficaces para calmar a los suyos, es crucial también desde la perspectiva diplomática. EE UU y Europa deben multiplicar sus presiones para conseguir que los países árabes moderados lleven la batuta en la reunión de la Liga Árabe convocada el sábado en El Cairo y eviten que la nueva cumbre se convierta en una soflama belicista. En este contexto, y más allá de que haya o no paples firmados, de la determinación de Barak y Arafat depende que el conflicto no derive hacia una conflagración de temibles consecuencias.
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