Una noche con Rosa Novell ANTONI PUIGVERD
El pasado sábado por la noche, en el modesto aunque moderno y eficaz teatro de Salt, y en el marco del ciclo Temporada Alta que organiza Bitó Produccions, se estrenó, sin pompa ni ruido, con deliciosa naturalidad, el último trabajo de Rosa Novell, nuestra actriz más literariamente inquieta. La noche de Molly Bloom, el último capítulo del Ulises de James Joyce, en versión castellana y teatral del sabio Sanchis Sinisterra y exquisita dirección de Lurdes Barba. Allí estuve, pasando una fastuosa noche de voyeur: contemplando a Rosa Novell en su cama. Emerge de entre las sábanas en camisón, con las medias caídas y el pelo revuelto. Su marido Leopold (un vulgar y errático Ulises, nuestro igual, nuestro hermano) ha pasado el día vagando por Dublín y acaba de llegar. Duerme ahora a pierna suelta, junto a ella, oculto por las sábanas. El pensamiento de la insomne Rosa / Molly fluye sin trabas. Es éste uno de los mejores monólogos de la literatura universal: la heroína, la Penélope moderna, no es una semidiosa, es una de nuestras vecinas. La habitación, sutilmente iluminada por Albert Faura, está en lechosa penumbra. Por la ventana entra una luz que sugiere, delicada y lenta, el tránsito de la noche al alba. En las paredes, marcos blancos de cuadros vacíos sobre paredes negras. Blancos son también la cama, un banquillo y un armario, acumulados en el apretado espacio que ha ideado el arquitecto Elias Torres para sugerir el apretado vacío de la vivienda de los Bloom.Muy de vez en cuando, Rosa / Molly se da un garbeo por la habitación. Pero siempre regresa a la cama. Se arropa o se descubre, se quita las medias, masajea lentamente sus piernas con una crema, se observa los pechos ("sí creo que él me los ha puesto un poco más firmes a fuerza de chuparlos así tanto tiempo que me daba sed"), se ajusta el escote, se arregla mecánicamente el pelo y vuelve a fundirse en las sábanas o se retuerce entre ellas holgazaneando. De vez en cuando silva un tren ("ese tren otra vez con tono de llorar"). Ahora gesticula de manera chabacana, un minuto antes parecía una niña jugando ante un espejo, después no será más que una mujer cansada. Más tarde una madre disgustada con la ausente hija Milly o llorando por la muerte de su hijo. Unos minutos más y de nuevo es la mujer carnosa y apetecible, complacida con su cuerpo, a la vez ingenua y ajada ("la mujer es belleza por supuesto"). Rosa / Molly se masturba entre las sábanas o juega a intentarlo. Recuerda, de golpe, la despedida de su primer novio, un joven militar que se desahogó en un pañuelo ("semanas guardé el pañuelo debajo la almohada, por el olor que tenía, no se podía encontrar un perfume decente en ese Gibraltar") y evoca los paisajes andaluces de su infancia ("todas la luces del peñón como luciérnagas"). Rosa / Molly es ora angélica, ora obscena: en un instante pasa de la ridiculez a la tristeza, del gesto rabioso al grotesco, del humor al candor, de la ingenuidad moral a la chapuza sentimental, de la verdad a la mentira, del vacío al colmarse.
Rosa Novell despliega un infinito abanico de recursos: es vulgar y delicada, ríe y llora, sueña y juega. Se aburre y se enfada, se muestra sutil y cochambrosa, encantadora y repelente, desconcertada y segura, pérfida y víctima, risueña y deprimida, deliciosa y ridícula, atractiva y gastada, hija y madre, esposa y amante, obscena y lírica. Rosa / Molly sólo habla. En esta obra no hay más acción que los muy menores y automáticos gestos que hacemos todos, rutinariamente, sin pensar, mientras hablamos. Molly se toca los pies o se abomba la almohadilla, se sienta en un orinal o expresa su estado de ánimo con una mueca. No pasa nada más que eso en esta obra y, sin embargo, pasa todo. Todo lo que puede verse en cualquier película (los principales hechos de la vida de una mujer madura: con sus fracasos, placeres, ensoñaciones y vulgaridades) y lo que casi nunca el cine o la televisión muestran: el río subterráneo de la vida íntima fluyendo ante al espectador con fabuloso caudal y electrizante sinceridad.
Pronto se ofrecerá esta joya en algún escenario barcelonés. Cuando asistan a la representación, los que han leído a Joyce recordarán por qué es tan urgente en estos triviales tiempos releerle. Joyce culminó siglos de esfuerzos literarios. En la búsqueda de la voz creíble ya no es posible ir más lejos. Los que no le hayan leído descubrirán, como le sucedió a un amigo espectador en Salt ("¿es realmente tan obsceno?"), que Joyce no escribió alta tostonería, como muchos suponen. Al contrario: Joyce era un fenomenal, inagotable, ventrílocuo. Lo más fabuloso del espectáculo de la Novell es que la voz de la muñeca Molly es tan auténtica que al espectador no le parece literaria.
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