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Tribuna:CRÓNICAS
Tribuna
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El editor desconocido

Juan Cruz

Hay profesiones u oficios sobre los que sabemos muy poco, y no porque sean oscuros o tenebrosos, los oficios de tinieblas de los que escribía Camilo José Cela, sino porque simplemente los damos por hechos, existen y ya está, pero en general no nos preocupamos de los profesionales, los artesanos o los obreros que están detrás de lo que consumimos. Hay oficios o profesiones que tienen nombres propios, pero hay muchísimas que guardan detrás un digno, espléndido, silencioso anonimato. Por razones que la biografía entiende sé mucho de chatarrería y tuve un tío chatarrero, y cómo amaba su oficio, qué bien lo llevó a cabo; y hay también aldededor de mi memoria mecánicos memorables a los que alentó una vocación que no les ha dejado ser ninguna otra cosa en la vida.Y la vida le ha regalado a este cronista otro contacto con dos profesiones u oficios -¿qué es profesión, qué es oficio? Jesús de la Serna, un gran profesional del oficio del periodismo dice que no hay distinción: todo es oficio- bastante desconocidos, sepultados en realidad debajo del tópico y de la mala intención. Y esos oficios son el de librero y el de editor. Ahora se habla mucho de ellos, porque se reúnen para reclamar al Gobierno de la nación una atención que pasa de largo y que tiene que ver con la supervivencia del libro como nosotros lo hemos conocido. Claro, esa preocupación se basa en la persistencia con la que la actual Administración se empeña en aplicar a la edición y a la venta de los libros unas medidas que aseguran la muerte de las pequeñas o medianas librerías, en las que aún se pueden encontrar libros de fondo, y la zozobra de muchos editores de calidad, grandes y pequeños, que se verán abocados, si resisten, a publicar libros convenientes a la alta rotación que exigen los hipermercados.

Si no fuera por esa circunstancia, de los protagonistas de ambos oficios se hablaría durante las ferias del libro, y no siempre para bien. Veamos el paradigma: el librero no se recicla, no sabe adecuar su comercio a los tiempos modernos; el editor es un gánster que se enriquece con las pingües ganancias que le da su lucrativo oficio. Ambas estupideces, bien condimentadas con la mala leche que tantas veces segregan los lugares comunes que propaga el poder, son los alimentos subliminales con los que hasta el momento se han amparado los que defienden el ataque primero larvado y después frontal contra editores y libreros de España.

Hasta el ministro Josep Piqué, que en tiempos fue lector -eso me ha dicho su viejo profesor, don Emilio Lledó-, ha tomado una oportunidad prestada por su propio oportunismo -es el candidato conservador a presidir Cataluña, y en Cataluña hablaba en nombre de su Gobierno- y ha descalificado a los editores porque se preocupan mucho de sus ganancias -su lucha a favor del precio fijo, del que él debe abominar- y muestran muy poca imaginación para (re)plantear su futuro. Con justísima indignación reaccionaron los editores reunidos en el Liber, y tuvo razón el homenajeado editor Francisco Pérez González recordándole todo lo contrario: los editores tienen mucha imaginación. La han tenido que tener para subsistir con su mercancía, tan acosada por tantas otras mercancías, para alimentar una industria empobrecida por los márgenes exiguos y los costes altísimos, para luchar, en definitiva, a favor de un objeto maravilloso que no puede casi nada en medio de la banalidad del entretenimiento, el ocio y el consumo inconsciente a que se ha sometido a esta sociedad que asiste, sin rabia, a la conquista paulatina de la nada.

Que no tienen imaginación los editores. Insólita reclamación de los que gobiernan: que los demás les digan cómo deben resolver las tempestades que ellos mismos crean. Si él supiera un poco más del oficio -de los oficios, librero, editor- que ataca, le hubiera dejado la silla, por ejemplo, al poeta Luis Alberto de Cuenca, que así en público hubiera dicho lo que de veras piensa en privado. Pero para eso Piqué tiene que leer más. A Luis Alberto, por ejemplo.

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