Catalanes y vascos
El debate de política general celebrado en el Parlament de Catalunya ha tenido esta vez una gran virtud: ha abordado el problema que más angustia a los españoles, catalanes incluidos: la violencia en Euskadi. Nada sería tan negativo para el círculo vicioso en que se encuentra Euskadi que el desistimiento, por hartazgo, del resto de la ciudadanía española respecto a la cuestión vasca. Nada más peligroso que confinar esa cuestión a una dialéctica binaria con Madrid.Algunas de las últimas manifestaciones por la paz y la Constitución resonaron en el caserón de la Ciutadella por boca de Pasqual Maragall. El líder de la oposición reclamó que Cataluña en bloque se implique más a fondo en la búsqueda de una solución al problema vasco. Lo hizo con la autoridad de quien ya ha abierto brecha en las calles de San Sebastián y en los despachos de Bruselas reclamando la presión europea en el asunto. Y con el doble objetivo de afianzar la solidaridad y de evitar que el conflicto vasco acabe contaminando el diseño del Estado autonómico y erosionando la Constitución.
También Jordi Pujol recordó que "la Generalitat es Estado" y recriminó a quienes lo nieguen que "han olvidado la Constitución". Lo dijo con la credibilidad de quien ha puesto a los Mossos d'Esquadra al servicio de la lucha antiterrorista.
La única lástima es que de los principios no se bajase al detalle y al matiz. Cataluña exhibe un bloque unánime antiviolento, compuesto por todos los partidos, incluido el independentismo pacífico de Esquerra Republicana. Pero ese frente propone en sordina acentos distintos a la política gubernamental sobre la situación vasca, especialmente sobre la inconveniencia de amalgamar la firmeza frente a los graves errores de la cúpula peneuvista con una condena genérica al conjunto de los nacionalistas democráticos. La distancia crítica respecto al a veces esquemático frentismo gubernamental desde la lealtad antiterrorista no sólo no rompe la unidad democrática, sino que enriquece el debate y las políticas, sobre todo si aflora con mayor nitidez. Y ayuda a evitar los crecientes peligros de enquistamiento y atrincheramiento.
El debate parlamentario, además, ha evidenciado el decreciente margen en que se mueve el presidente Pujol en el ámbito de la política catalana. CiU necesita como agua de mayo mejorar la financiación autonómica, y para ello, consolidar su entrega al pacto con el PP. Pero para fortalecer su posición negociadora requeriría de otros apoyos. Esquerra le brindó el suyo. Su desdeñoso desaire a este grupo resultó excesivo para una Cámara acostumbrada a una extremada cortesía. Fue antes que nada Pujol, y sólo él, quien acabó fraguando una posición común contraria de republicanos, socialistas e Iniciativa per Catalunya: una alianza que supera ampliamente en votos populares al actual Consejo Ejecutivo, aunque éste, con el apoyo del PP, le rebase por un escaño.
El esquema de esta legislatura recién iniciada se avejenta así, y se va agotando: CiU no logra bailar simultáneamente, como solía, con la derecha y con las izquierdas. Queda aprisionada por el PP, y para dismular este hecho se ve obligada a practicar una yenka meramente retórica que pespuntea el inmovilismo característico de los finales de era. Y Maragall avanza en su empeño de disputar al rival la centralidad política, desconcertando a veces, por ejemplo con su apuesta por la reforma del Estatuto, y dando otras en el clavo, como en esta ocasión con el asunto vasco.
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