CRÓNICAS La coincidencia civil
Juan Marichal, el intelectual español que hizo historia de lo imposible, la Segunda República española, reflexionaba la otra noche en su casa de Madrid sobre el porvenir del principal conflicto que padece este país en este último cuarto de siglo, la situación en el País Vasco; decía el estudioso de Azaña y de Negrín que lo que sucede tiene difícil arreglo, pero hay que mantener la esperanza, que puede basarse, ahora, en una alternativa similar a aquella que eligieron los irlandeses, paz, paz y diálogo.La experiencia española: Marichal sabe, porque vagó como un exiliado después de la guerra civil, vio ésta muy de cerca, la escuchó desde las ventanas bombardeadas de Madrid, tuvo miedo y lo compartió, y después supo lo que era vivir trasterrado, lo que significa y cómo se alimenta el miedo, tiene estudiado cómo se genera el odio y cómo se manipula la historia del pasado, y desde esa sabiduría que le da el tiempo, pero que sobre todo ha adquirido porque ha sido testigo del horror, no sólo dice paz, paz y diálogo, sino que pronuncia tres palabras que podrían hoy presidir la manifestación de San Sebastián e incluso la manifestación de los que no irían nunca a la manifestación de San Sebastián: la coincidencia civil.
La manifestación pública -esa marcha en busca de destinatario de la que hablaba ayer aquí Javier Pérez Royo- es sólo la instancia pública de la coincidencia civil: la gente tiene miedo -eso es lo que dice Fernando Savater que se combate- y lo dice en la calle y junto a los que tienen las cicatrices y las consecuencias del amedrentamiento: las víctimas del terrorismo. Para amparar su búsqueda de la paz, los convocantes muestran el espectáculo de los que ya no la tendrán nunca, y se han ido quitando a lo largo de los días aditamentos a la filosofía pública del acto de manifestarse: lo consideran urgente -eso es lo que dice Antonio Muñoz Molina: "invitación urgente a la concordia"- porque tienen miedo, no quieren seguir viviendo en la zona más terrible de la espiral del odio, y proponen que la gente hable y no se mate. Y han hallado para sus propósitos, paz, paz y diálogo, una insólita, abrumadora coincidencia civil, porque a su manifiesto, que empezó con la timidez de los tozudos, se han ido sumando personas de todo el mundo, que de un modo u otro -Juan Gelman, Benedetti, Günter Grass, Saramago, Vargas Llosa, Juan Goytisolo, Cabrera Infante, Carlos Fuentes- han sufrido en su propia trayectoria algunas de las barbaries que el propio Marichal experimentó en su biografía, tan común a la de tantos españoles.
La coincidencia civil. Txema Montero, a quien en los años ochenta vi defender a los que aspiraban a la independencia, los mismos que ahora amedrentan, envalentonados, a toda la sociedad vasca, imploraba ayer desde un artículo publicado en El Correo el fin de la barbarie, porque del odio no hay regreso, del odio ya no hay regreso, y eso es lo que está en la experiencia: el enfrentamiento civil asciende y en su cúpula sólo hay más odio, venganza y muerte, y el abogado eso ya lo vio hace tiempo, lo denuncia y ahí mantiene el resultado de su convicción: sólo la coincidencia civil acaba con el terror.
Y un importante grupo de intelectuales vascos -Bernardo Atxaga, Felipe Juaristi, Anjel Lertxundi, Joseba Zulaika, hasta 140- han lanzado su propio manifiesto condenando la esclavitud del silencio que proviene del amedrentamiento provocado por ETA contra la sociedad vasca: el silencio, dicen, no es cobijo, y el terrorismo condena a "la esclavitud del silencio" a quienes no piensan que es legítima la violencia para cumplir propósito alguno. Hace años, cuando en Galicia hubo la tentación de la sangre, el nacionalista Beiras dijo que la independencia del pueblo al que pertenece no merece ni una gota de sangre. Ni un minuto más de miedo.
La coincidencia civil. Que el mundo que hace cultura se haya juntado, desde posiciones distintas, manifestándose o no, pero explicando que ni el miedo ni el silencio son los amparos de la vida, indica que esa esperanza difusa que existe en el aire se puede tocar con las manos, como una bandera que no es de nadie. Como la palabra ojalá.
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