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El prestigio del terror

Lo repetía el inolvidable Arturo Soria y Espinosa y se comprobó una y otra vez: el poder de Franco tenía como último basamento el prestigio del terror. Desde su muerte, los etarras continuaron ellos solos aferrados a ese principio del prestigio del terror. Un principio esclavizador, que se impone desactivar con la colaboración de todos a la mayor urgencia. Cuenta el coronel e historiador Carlos Blanco Escolá en su libro (La incompetencia militar de Franco. Alianza Editorial, Madrid, 2000) que el comandante Franco, a la sazón segundo jefe de la recién fundada Legión y encargado de la instrucción de una partida de los primeros reclutas de esa unidad, tuvo urgencia en consultar por escrito a su superior el coronel Millán Astray cómo debería proceder para fusilar a un legionario. La respuesta alarmada aclaraba que sólo la deserción frente al enemigo en combate podía llevar a la imposición de la pena de muerte y aún así tras la constitución de un Consejo de Guerra que siguiera un procedimiento sumarísimo. La siguiente comunicación de Franco daba cuenta de haber fusilado a un legionario que en señal de protesta había arrojado un plato de comida a la cara de un oficial. Así forjó Franquito su prestigio más distintivo. Así lo acrecentaría años después firmando, sin temblor alguno en el pulso, penas de muerte -con o sin publicidad- mientras apuraba los cafelitos en aquellas plácidas sobremesas de guerra civil en Burgos y más tarde en El Pardo, durante la sangrienta represión dispuesta para celebrar la victoria de la Santa Cruzada. Así lo mantuvo intacto para aplicarlo sin que caducara, como pudo verse aún en los fusilamientos del 27 de septiembre de 1975 cuando en la antesala de su propia muerte, sin atender al parkinson ni a la tromboflebitis y demás afecciones, optó por seguir siendo el mismo y recurrió al paredón.

Ahora los seguidores más fervientes de aquel Franco, en esa línea del prestigio del terror, del viva la muerte y muera la inteligencia son los etarras que han pasado del espontaneísmo de los primeros tiempos a la organización en cadena de los asesinatos, secuestros y demás extorsiones. Uno roba el explosivo, otro fabrica la bomba, un tercero activa el temporizador y un cuarto escribe el comunicado sin que Iñaki de Rentería, Mikel Antza y demás autoridades de la cúpula etarra civil, militar o eclesiástica deban interrumpir su apacible vida de apartamento o de villa costera con compañera sentimental e inocente criaturita incluida.

Mientras tanto, asombra que quienes en el PNV siempre han reconocido, al menos en teoría, que la solución tiene componentes policiales aunque en su opinión vaya más allá de ese plano, luego, cuando se producen las acciones de la justicia o de los cuerpos y fuerzas de seguridad, nunca las consideran convenientes ni adecuadas. Igual da que aparezcan furgonetas cargadas de explosivos, que se encuentre a Ortega Lara o se detenga a prestigiados pistoleros llenos de sangre, que Francia conceda las primeras extradiciones o que México entregue a los asesinos reclamados allí establecidos. Siempre hay un portavoz autorizado del PNV para gritar como Ortega aquello de ¡no es eso, no es eso! Ahora acaba de hacerlo en el diario azteca Jornada nuestro amigo Anasagasti recomendando al nuevo presidente Fox que deniegue la entrega de refugiados etarras y mantenga la tradición de asilo mexicana.

Se cobra la impresión de que algunos connotados miembros del PNV consideran la entrega de los terroristas a manos de la justicia como una dificultad añadida para quienes como ellos trabajan en la buena dirección dispuestos a resolver el conflicto, el contencioso vasco. Parecería como si les preocupara la pérdida de ese aura de invulnerabilidad de la que imaginan investida a ETA. Así hablaba Zaratustra Arzalluz en víspera de la detención de Iñaki de Rentería ponderando, se diría que con satisfacción indisimulable, la ineficacia de la policía para detener comandos. Se ha perdido el rastro de aquel grito según la cual "si los etarras ganaran nosotros seríamos balseros", lanzado por aitá el 24 de abril de 1995 o de la súplica de Joseba Egibar a los de la banda cuando reanudaron los asesinatos para que si consideraban al PNV culpable del fracaso de Lizarra tomaran a los peneuvistas como blanco de sus disparos. Nunca lo ha repetido Egibar. Ahora parece contento con el detente bala obsequio de los terroristas de casa, profesos del abertzalismo. Semejante amuleto les privilegia pero, al mismo tiempo, les envilece.

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