_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Malditos libros

La murga de los libros de texto. Padres y madres desesperados. Volúmenes de compra preceptiva. Manuales de historia y matemáticas. Perversos profesores que prescriben la lectura de novelas y las novelas, joder, hay que comprarlas. En definitiva, una catástrofe financiera, en toda regla, para la economía familiar más endurecida.A todo esto, los grandes almacenes deciden entrar en el mecenazgo cultural por la puerta falsa del descuento. Yo voy a los grandes almacenes a hacer la compra, pero la única compra que no ejercito es la de libros. Algo raro debe de circular por mi cabeza cuando nunca encuentro en los grandes almacenes los libros que me interesan. Allí se expende basura literaria, best sellers de portada hortera (letras en relieve, con una pátina dorada). En los grandes almacenes nunca está Elías Canetti, ni Marcel Proust, ni José Ángel Valente, ni nadie que haya dicho algo de fuste a lo largo de la historia. El descuento en los libros de texto puede ser una buena estrategia comercial para esos descomunales depósitos de cosas: el suyo es un mercado cautivo, cautivo a efectos librescos. La gente a la que tanto le preocupa el precio de los libros es gente a la que el libro, en general, no le preocupa.

A los amantes del libro, en su concepción más vasta, tanta polémica con los textos para estudiantes nos saca los hígados, nos hace lanzar espumarajos por la boca, preveo incluso, en mi caso, inminentes ataques epilépticos. De vez en cuando el pueblo, el sabio y bronco pueblo, habla del tema, en la prensa o en la televisión, y vemos a madres coraje o a encorajinados padres de familia subrayando cuánto les indigna el precio de los libros. Alguien tendría que hacer algo.

Pero me temo que los que se duelen por el precio de los libros son los mismos que compran apartamentos en Torrevieja, los mismos que llenan los cuartos de los niños de juguetería de plástico, los mismos que regalan a sus adolescentes consolas, ordenadores, cascos para oír música y playeras o mochilas de marca. Me temo que, para muchos, lo peor de los libros de texto no es su precio, sino la mera obligación de comprar libros.

El país no está tan bien como profieren los voceros de La Moncloa, pero el país, en amplias capas de población, se permite casi todo lo que desea. Y, si no se lo permite, se aprieta el cinturón y tira para adelante. La gente se endeuda hasta las cejas para comprar coches o cadenas de música. La gente pide créditos personales para salir de vacaciones. Seamos aún más elocuentes: la gente bebe combinados por las noches a ochocientas o mil pelas la copa. Se abren planes de pensiones y aumentan los abonados a las cadenas de pago. Se compran teléfonos móviles a mansalva (y se utilizan hasta la extenuación). Los aeropuertos, en vacaciones, son enjambres humanos. Los cines, durante los fines de semana, siguen disfrutando de colas, colas formadas a menudo por esos jóvenes que estudian. Pero, vaya, al final lo que duele, en la creciente marea de gastos de la sociedad de consumo, son los libros de texto.

La política ultraliberal del Gobierno puede reducir el precio de los libros de texto (y al final, paradójicamente, conseguirá hacer lo mismo con los best sellers) a cuenta de laminar el resto del mercado. Libros para el pueblo, a cuenta de que no se editen más libros que esos. A mí se me ocurre una política, también ultraliberal, aún más agresiva y contundente: poner el precio de los libros (de todos los libros) por las nubes. Que la gente se lo piense antes de adquirir uno de esos extraños objetos, que los libros no acaben en manos de cualquiera. Que el que quiera un libro para el niño y no pueda pagárselo renuncie al menos al traje de comunión de la criatura, que eso sí que sale una pasta. Sinceramente, uno no sabe por qué tanta obstinación de los poderes públicos en proporcionar a la gente cosas que no quiere; tantas otras quedan aún por conquistar: el equipamiento deportivo para que el niño practique jockey sobre ruedas o la última versión del juego multimedia Racistas del espacio, que trae muchas mejoras. Por cierto, las bibliotecas públicas, esas que prestan libros a cambio de nada, no disfrutan precisamente de llenos hasta la bandera.

Los libros no son caros, pero deberían ser carísimos. Palabra.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_