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Crítica:QUINCENA MUSICAL DE SAN SEBASTIÁN
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El esperado reencuentro del Orfeón Donostiarra con Lorin Maazel

Vive San Sebastián esta semana en plena euforia mahleriana. El martes, la Sexta sinfonía; el miércoles, la Segunda; ayer, la Novena; hoy, el adagio de la Décima. La Quincena, siempre atenta a sintonizar con los deseos de su público, ha apostado este año por Mahler, reivindicando de paso las posibilidades orquestales del Kursaal, una sala de conciertos de sonido más compacto que la del palacio Euskalduna, como afirman algunos aficionados bilbaínos. Y si eso lo dicen los de Bilbao hay que tenerlo muy en cuenta.La Quincena ha propiciado un desfile de grandes orquestas y directores con Mahler de nexo de unión, pero también ha tenido en cuenta un desengrasante final en la clausura el próximo domingo con el Stabat Mater de Rossini. Frente a tanto Mahler, escuchar a Rossini es, qué duda cabe, como tomarse un almax después de un exceso. La Quincena es así, un festival epicúreo, en el que caben desde Mahler hasta el bel canto, desde Luis de Pablo hasta la música antigua. El público ha abarrotado prácticamente todos los conciertos, a pesar de las reticencias y anulaciones de muchos madrileños o catalanes (compensados por la mayor afluencia de franceses), como respuesta al clima político y violento que impera en el País Vasco.

Si existe un concierto-estrella en la 61ª edición de la Quincena, éste es seguramente el de anteayer. La razón hay que buscarla en el territorio nostálgico. La Segunda de Mahler es la sinfonía con la que el Orfeón Donostiarra ha dejado boquiabiertos a los mejores directores del planeta. En los últimos años he preguntado a los orfeonistas más veteranos con qué director han hecho mejor la Segunda. La respuesta ha sido unánime. "Con Lorin Maazel en Sevilla en 1992", me han dicho. Pues bien, el Orfeón no se había vuelto a encontrar con Maazel desde aquel concierto de la Expo. Las entradas se agotaron en un abrir y cerrar de ojos.

Maazel estiró en el primer movimiento la tímbrica hasta el límite de la distorsión, buscando un sonido con interrogantes; en el segundo, alargó el tiempo hasta lo agógico. Las cartas estaban boca arriba. Dinámicas extremas, desde el susurro hasta el sonido apocalíptico; Mahler, como gran novela del sonido, en el que conviven desde la vulgaridad hasta la elegancia más contradictoria, desde la compasión hasta lo cósmicamente trascendente; la sinfonía, en fin, como gran espectáculo. Estamos en las antípodas del clima dramático y hasta trágico que da por ejemplo Haitink a la Segunda; del rigor analítico y lírico que cultiva Abbado; de la belleza sensual y espontánea de Rattle. Maazel fuerza, defiende, se entrega al espectáculo. Es, en cualquier caso, un espectáculo con ideas, sólo aparentemente superficial, esplendoroso, arrebatador, con un concepto musical todo lo discutible que se quiera, pero de una inteligencia muy definida. Maazel puso en juego su muñeca de oro, su técnica deslumbrante, su variedad gestual, su sentido rítmico con un punto de perversión.

Estuvieron más que correctas las cantantes Eva Johansson y Michelle de Young, y demostró flexibilidad y criterio la Filarmónica de Israel, pero lo más emotivo de la noche vino del Orfeón. El hilo de voz casi imperceptible, aunque maravillosamente matizado, con que inició su intervención, fue sencillamente estremecedor. Se instalaron desde ese instante en la excelencia y no la perdieron. Este coro es un milagro. Son tan fieramente humanos que a veces rozan lo diabólico. No es únicamente cuestión de precisión, ni de afinación, ni de empaste, ni de trabajo en grupo, ni de equilibrio entre la fuerza y la ternura. Es otra cosa. Cantan con el corazón en la mano y la razón pura en la trastienda. Como si fuera cada noche la primera o la última vez. Una bomba. Pero una bomba artística, no de las otras.

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