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Reportaje:

Pinceladas en la bóveda

El monasterio de El Escorial es conocido en el mundo como emblema del poderío imperial español. Su universalidad trasciende los límites de la Comunidad de Madrid. Algunos forasteros acuden a visitarlo, 50 kilómetros al noroeste de la capital y a 909 metros de altitud, sobre la falda de la sierra de Guadarrama, sin pensar que la ciudad de Madrid tenga algo que ver con este hito de la arquitectura universal. Y vaya si tiene que ver. Su imagen se halla inextricablemente vinculada a la de Madrid, de la que fuera su segunda Corte. Y por cien razones más. Algunas de menor rango, pero curiosas. Ambas localidades festejan esta segunda semana de agosto a san Lorenzo, que da nombre a la serrana ciudad de piedra, comenzada a construir en 1562.Este año, San Lorenzo de El Escorial celebra a su patrón con dos acontecimientos. Uno masivo y juvenil: la actuación anoche, en la lonja empedrada del monasterio, del grupo español de rock que canta en inglés y lleva el nombre del puerto del cual zarparon naves británicas para guerrear a la flota hispana del rey Felipe: Dover. Es el nombre de uno de los puertos meridionales de Gran Bretaña por los que, en el año 1554, cruzaron embajadores de Felipe II rumbo a Londres para arreglar la boda, en Winchester, de María Tudor con Felipe II. Este monarca fue el impulsor de la construcción del monasterio madrileño, obra de los arquitectos Juan Bautista de Toledo y Juan de Herrera, con la ayuda de genios como fray Agustín de Villacastín o el humanista y hebraísta Benito Arias Montano, acopiador de la biblioteca escurialense, con la Vaticana, la mejor del orbe.

Los cicerone no se cansan de repetir que el monasterio, construido en sillería de granito del Guadarrama, cuenta con 2.673 ventanas, en madera ahora pintada de verde; 1.200 puertas con herrajes de época; 86 escaleras de suave o caracolado metro y, al menos, 16 patios. La austeridad de su traza y el aplomo de su tectónica, más su ornamentación renacentista y barroca, italianizante, distinguen al conjunto monacal con una entidad única. No visitarlo por parte del forastero que aquí viaja puede ser un error imperdonable.

El segundo festejo escurialense de San Lorenzo 2000 es de tipo pictórico. Y tiene gran calado. Mejor, gran altura. Concretamente, 36 metros desde el suelo. Desde el día de san Lorenzo, el pasado jueves, hasta el año 2005, los doce frescos de la alta bóveda basilical del monasterio que decoran este templo madrileño, erigido para emular a la basílica de San Pedro de Roma, han sido andamiados para su restauración.

La operación costará al tesoro público al menos 325 millones de pesetas. Un equipo de 16 restauradoras y conservadoras, especializadas en frescos, bajo la dirección de Isabel Florido y la supervisión facultativa de Patrimonio Nacional, abordará la tarea de reponer, de los casi 3.000 metros cuadrados de sus pinturas al fresco, cada centímetro dañado por el menor vestigio de agua, suciedad o agresión de cualquier tipo. ¿Por qué tanto mimo? Porque los tesoros centenarios que la bóveda alberga lo merecen. ¿Qué tesoros? Las obras de dos virtuosos de la pintura al fresco de igual nombre de pila, Luca: respectivamente, Cambiasso y Giordano. El fresco es una técnica pictórica mural que aplica colores disueltos en agua sobre paredes recién enlucidas, aún húmedas. Exige dos revoques, uno grueso básico y otro fino, sobre el que se instala la sinopia o diseño de lo que se va a pintar. Se añade cal, arena y polvo de mármol muy fino, para que permita ver el guión del dibujo. El fresco requiere pintar sobre el muro sin fraguar, apenas durante 24 horas, quizá algunas más en las frías estancias del monasterio. La carbonatación suelda para siempre la pintura al muro.

Luchetto da Genoa, más conocido como Luca Cambiasso, nació en Moneglia en 1527; hijo de pintor, estudió en profundidad en Florencia y Roma a Mantegna, Rafael y Miguel Ángel. Su destreza era tanta que muchos aseguraban haberle visto pintar simultáneamente con dos pinceles. Sobre la bóveda de la basilica de El Escorial, Cambiasso estampó dos conjuntos de gran valor pictórico y trasunto trinitario, un punto hierático, caracterizados por una tensión que anuncia ya, tímidamente, el empuje del Barroco. Tras haber enviudado y sin haber conseguido dispensa papal para casarse con su cuñada, vino a España presumiblemente con la idea de lograr que Felipe II le valiera ante el Pontífice. En sus frescos se adivina un mohín de tristeza, quizá por la imposibilidad de consumar su gran amor.

El otro fresquista, Luca Giordano, en Madrid Lucas Jordán, era un napolitano de rompe y rasga, nacido en 1632, que mostró a lo largo de su vida un gran arrojo y una laboriosidad extraordinaria. No hay iglesia madrileña de fines del XVII que no incluya sus frescos. Por encargo de Carlos II en 1694, Jordán pintó sobre las bóvedas escurialenses sus mejores obras de trasunto religioso; eso sí, con un toque belenista, tan caramente napolitano. Pero con un sentido de la ascensionalidad y del color en sus rompimientos en gloria - conjunciones de todas las líneas de fuga-, una desenvoltura del dibujo y una viveza barroca tales, que combatir la erosión, sobre sus trazos causada por el tiempo, ha sido considerado deber artístico apremiante.

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