El modelo social europeo: la libertad de elegir
Los Gobiernos europeos buscan un proyecto que permita subrayar la dimensión social de la construcción europea para, por fin, poner de relieve una de las nobles razones por las que emprendieron tal aventura. La presidencia portuguesa de la Unión comprendió perfectamente esta exigencia, como demuestra el número de coloquios, cumbres y seminarios que organizó sobre este tema durante el primer semestre de 2000. Juristas, economistas, sociólogos y politólogos fueron llamados a la cabecera de la Europa social en un valiente intento de situar lo social en la primera fila de los objetivos de la construcción europea. Un estudio comparado encargado por la presidencia portuguesa a este respecto permite resumir los principales elementos del tibio consenso que está surgiendo.La política económica debe ser "sólida", es decir, buscar la estabilidad de los precios y, al menos, el equilibrio presupuestario, como obliga la tutela de los mercados financieros globalizados. Un siglo de desarrollo de la macroeconomía para llegar a esto. O esta primera recomendación es trivial -porque, ¿quién puede preconizar la inflación y los déficit?- o bien oculta cierta renuncia a los objetivos naturales de la política económica, como son el pleno empleo y el crecimiento de los niveles de vida.
La moderación debe ser salarial. Casi se ha convertido en un pleonasmo decir que la evolución salarial debe ser moderada. ¿Significa tal propuesta que los asalariados ya no deben participar en los frutos del crecimiento y, en caso afirmativo, en nombre de qué principio económico? La única propuesta razonable al respecto sólo puede tener que ver con la distribución de los ingresos entre beneficios, salario, empleo y renta financiera. Si no fuera así, viviríamos en unas extrañas sociedades, angustiadas cada vez que aumentan los salarios y aplaudiendo a rabiar cada vez que se incrementan los beneficios.
El resto de las recomendaciones refleja bien la cantinela de moda: la flexibilidad, por supuesto; la transformación de los sistemas fiscales y de protección social para que se conviertan en "incitadores al trabajo".
Y, por supuesto, la necesidad de contener financieramente los gastos sociales, debido a la competencia fiscal internacional y a la resistencia de los contribuyentes.
El mensaje es preocupante, ya que la exigencia de flexibilidad resultante de la suma de los efectos de la globalización y del progreso técnico es sinónimo de precariedad. Por lo tanto, es necesario, prosigue el programa, compensar este aumento de la flexibilidad mediante un aumento de la seguridad. Se trata de la flexicurity. Este barbarismo con aires de nuevo concepto sirve para designar una serie de medidas, algunas de las cuales representan avances potenciales (los derechos a desembolsos sociales), y otras, regresiones seguras. Por ejemplo, una de las exigencias de la solidaridad es aumentar la protección de los más débiles y el medio privilegiado para obtener este resultado sería reducir la protección del empleo de aquellos "privilegiados" que tienen un contrato de trabajo de jornada completa e indefinido, es decir, los "insiders". Asimismo, habría que aumentar el porcentaje de gastos activos para fomentar el empleo, pero limitar el acceso al subsidio por desempleo endureciendo sus condiciones.
Lo que me interesa es la filosofía general del programa, y en especial, lo que revela del diagnóstico sobre las causas de los desequilibrios actuales.
El doble triunfo del individualismo y del mercado obliga a reducir las pretensiones redistribuidoras de la sociedad en nombre de la resistencia del contribuyente y de las pretensiones intervencionistas de los gobiernos. Así pues, hay que reformar las instituciones del mercado de trabajo para suprimir sus rigideces. Se trata, en este caso, de elementos del liberalismo común. Pero el liberalismo debe ser objeto de una elección explícita, asumida políticamente. Sin embargo, esta elección se presenta generalmente como una obligación que se impone de modo implacable al conjunto de los gobiernos europeos continentales. No obstante, dos estudios -uno de los cuales fue objeto de un informe del Consejo de Análisis Económico (La Documentation française, nº 23) y el otro de un documento de trabajo del National Bureau of Economic Research (Richard B. Freeman, NBER Working Paper Series, nº 7.556)- han demostrado que la diversidad de las instituciones (protección del empleo, subsidio de desempleo, flexibilidad...) en los países de la OCDE no parecía tener efectos, salvo algunos de escasa importancia, en las variables utilizadas habitualmente para medir la eficacia y los resultados macroeconómicos. El capitalismo ha resultado ser lo bastante oportunista como para conformarse con una diversidad bastante grande de acuerdos sociales en diferentes países.
Sin embargo, la persistencia del paro masivo en Europa produce cierto desasosiego intelectual que conduce a menudo a establecer como modelo la experiencia de otros países. ¡De modo que los europeos hubieran salido ganando siendo franceses en los años sesenta, suecos en los setenta, alemanes en los ochenta y estadounidenses u holandeses en los noventa! La nacionalidad de la primera década del 2000 está aún sin determinar, porque el rápido descenso del paro en varios países europeos dejará opciones de sobra para elegir.
El segundo elemento del diagnóstico (implícito) es más sutil. Al parecer, los propios asalariados cargan con la mayor parte de la responsabilidad en la evolución del empleo: el egoísmo de los "insiders" conduciría a evoluciones salariales excesivas a expensas de aquellos que se encuentran al margen del mercado de trabajo. Es la razón por la cual el Nairu, es decir, el índice de paro estructural, es tan elevado en Francia: alrededor de un 8%. Un índice de paro más bajo sería aprovechado por los "insiders" para exigir (y obtener) aumentos salariales, lo que cerraría el paso a los "outsiders" para encontrar empleo. Esta retórica que culpabiliza a los asalariados es demasiado caricaturesca como para resultar creíble: como si, en nuestras sociedades, el clásico conflicto de distribución entre asalariados y empresarios hubiese desaparecido para ser sustituido por un conflicto entre los propios trabajadores. ¡La "lucha de clases" separaría ahora a los "privilegiados" que tienen un empleo y a los que se ven obligados a aceptar un trabajo precario!
Evidentemente, las cosas son mucho más complejas, ya que el "conflicto" entre trabajadores es fruto de una visión superficial de la sociedad. El modelo de la economía de mercado también es un modelo cultural, el del individualismo. Las estructuras sociales, es decir, antropológicas, son consideradas ineficaces por ser fuentes de rigidez. Así pues, muchos autores
piensan que lo estructural -por lo tanto, relativo- puede ser un obstáculo para el pleno empleo. En especial, afirman que la protección del empleo lleva al paro.
Sin embargo, los dos estudios citados anteriormente muestran que no es así, sino que, por el contrario, la protección del empleo afecta a la estructura del paro en beneficio de los varones adultos y en contra de los jóvenes. En los países en los que la protección del empleo es débil, las probabilidades de estar en paro están repartidas de forma más equitativa entre las diversas franjas de edad. Estas diferencias se pueden interpretar como resultado de una elección intertemporal diferente por parte de las sociedades. En la hipótesis de una fuerte protección del empleo, los asalariados prefieren minimizar el riesgo a estar parados cuando forman una familia y crían a sus hijos y, en cambio, aceptan una mayor precariedad cuando son jóvenes.
Por lo general, son sociedades en las que la familia desempeña un papel importante. Esta elección no es menos racional que la de la flexibilidad. En efecto, permite a los hijos ser educados en mejores condiciones de estabilidad, y a los jóvenes trabajadores en situación precaria, disfrutar durante más tiempo de la ayuda de la familia. Además, en este tipo de sociedad existe un fuerte incentivo para aumentar el nivel de formación de los jóvenes con el fin de que eviten el periodo transitorio de precariedad que acompaña por lo general a su entrada en el mercado de trabajo.
En los países en los que el papel de la familia es menos importante, parece que la protección del empleo de los adultos es asimismo menor (y el coste del paro, más elevado). Ambos sistemas son equivalentes en una situación de pleno empleo, pero están basados en valores diferentes.
Por esa razón, en nuestros sistemas la política social no debe ser un mero apéndice de la política económica, ya que es consustancial a la democracia. Los criterios generalmente utilizados para juzgar la idoneidad de una política o de una reforma son criterios de eficacia económica. Hace ya cerca de 20 años, un economista canadiense, Dan Usher, proponía la utilización de un criterio diferente. ¿Es propensa esta o aquella reforma a incrementar la adhesión de las poblaciones a la democracia o, por el contrario, de debilitarla? Supongo que una reforma que vaya en contra del sistema de valores que fundamenta una sociedad a cambio de una ventaja económica lejana e incierta no contribuirá a reforzar el sentimiento democrático.
Puede que, en efecto, el sentido de la historia, como muestra la tendencia a la fragmentación de las estructuras familiares en muchos países desarrollados, sea el de un avance continuo del individualismo. Pero existen variaciones en el individualismo, y las sociedades tienen una libertad mucho mayor de lo que se cree y se dice para elegir el grado de solidaridad que mejor se corresponde con su cultura.
Por lo tanto, es hora ya de reflexionar de forma diferente sobre la cuestión de la reforma estructural: su evaluación debe obedecer a numerosos criterios, entre los cuales la eficacia económica tal vez no sea el más importante. En una sociedad de pleno empleo hacia la que la Europa social debe tender absolutamente, las instituciones deben en primer lugar reflejar los valores, en vez de adaptarse a un hipotético modelo ideal. El incremento del paro y de la precariedad ha hecho perder de vista esta dimensión fundamental de la concertación social, en beneficio de una visión aparentemente técnica, pero fundamentalmente ideológica.
Jean-Paul Fitoussi es economista francés, presidente del Centro de Estudios del Observatorio Francés de la Coyuntura Económica.
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