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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Villalonga, punto final

La sustitución de Juan Villalonga por César Alierta en la presidencia de Telefónica, decidida ayer por el Consejo de Administración de la compañía, pone fin a nueve meses de enfrentamiento, progresivamente enconado, entre el presidente del Gobierno y el máximo ejecutivo de la primera empresa española. El nombramiento de Alierta, otro hombre próximo a Aznar y a Rato -como en su día lo fue Villalonga-, serenará probablemente los desconcertados ánimos de la empresa, pero su elección viene a confirmar que el Gobierno, siguiendo su vocación abiertamente intervencionista en el ámbito empresarial, no renuncia a mandar en una compañía privada, en contra de las reglas del libre mercado. En una economía capitalista, el presidente de una empresa es nombrado por su Consejo de Administración, sin interferencias externas que no sean las de los accionistas que sostienen la empresa. Pero las componendas y acuerdos de pasillo entre el Gobierno y el núcleo duro accionarial del grupo telefónico, en el que figuran el BBVA y La Caixa, demuestran que éste no es el caso del relevo ejecutado ayer.Existen, por el contrario, abundantes indicios de una presión constante del Gobierno para despedir al presidente de Telefónica; y que para conseguir este objetivo no ha reparado en adoptar posiciones públicas (ayudado por sus periodistas de salón) que han causado serio perjuicio a una empresa cuyas tarifas fija en buena medida la Administración. Pero también sale deteriorada la imagen del Ejecutivo en la comunidad financiera internacional, a la que no le gusta este capitalismo de amiguetes. Frente a estas presiones hemos contemplado a un Consejo de Administración entregado y mudo, y a unas organizaciones empresariales silentes y contemplativas. ¿Qué quedan de sus sistemáticas apelaciones a un sistema económico liberal y abierto?

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Un recorrido por la historia de la ascensión y caída de Juan Villalonga descubre que sus buenas relaciones con Aznar empezaron a cambiar desde que se desveló el plan de stock options y, sobre todo, cuando Villalonga se negó a renunciar a las suyas; que, a partir de ese momento, el Gobierno intervino activamente para rebajar los acuerdos con el BBVA y, más tarde, para bloquear una fusión con la compañía holandesa KPN. En el último tramo se ha sumado la intervención directa del presidente del Gobierno con recomendaciones públicas a la Comisión Nacional del Mercado de Valores para reabrir la investigación de una operación financiera de Juan Villalonga que había sido archivada en 1998. Este organismo sale seriamente tocado en su condición de regulador independiente encargado de velar por la transparencia y el libre juego del mercado.

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La actuación del Gobierno no excusa que la gestión de Villalonga pueda ser criticada. Ha multiplicado por seis el valor bursátil de la compañía y ha intensificado la presencia de Telefónica en el ámbito internacional, pero ha introducido en la gestión del grupo enormes dosis de desorden y arbitrariedad, faraónicas operaciones de compra -como la de Endemol o la última del portal Lycos- de rentabilidad más que dudosa para los intereses de la empresa y discutibles incursiones en el terreno de los medios de comunicación, orientadas a satisfacer las necesidades propagandísticas del Gobierno. Ha creado, paradoja de las paradojas, un grupo mediático gubernamental privado, sin que ello le haya salvado el cargo. Tampoco ha conseguido dotar a la primera empresa española de alianzas estables con socios internacionales que garanticen la supervivencia societaria y tecnológica de la empresa.

El final de la etapa de Villalonga al frente de Telefónica abre innumerables incógnitas sobre el futuro de la empresa y hay que confiar en que César Alierta sepa despejarlas. Algunas son de orden cotidiano, como la renovación del equipo directivo o la presumible remodelación del Consejo de Administración. Otras son de orden estratégico, como la urgencia de complementar la obsesión por la capitalización bursátil con decisiones que mejoren los servicios que presta Telefónica. Pero la incógnita principal es si el Gobierno de Aznar renunciará a intervenir permanentemente en las decisiones de una empresa privada o, por el contrario, mantendrá la hipócrita línea de conducta que ha seguido hasta ahora, consistente en defender verbalmente la no intervención en empresas privadas al tiempo que bloquea sus decisiones estratégicas y presiona para despedir a un presidente que se había vuelto díscolo.

Este intervencionismo predemocrático, seña de identidad de la política económica del Gobierno de Aznar, es incompatible con el desarrollo normal de una economía globalizada y abierta. Y, salvo una corrección clara, puede terminar por asfixiar la capacidad de expansión financiera de Telefónica en los mercados mundiales.

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