Un desafío global
En 20 años, las sociedades desarrolladas han conseguido avances muy sustanciales en su combate contra el sida. Aunque sigue siendo una enfermedad mortal para la que todavía no hay cura conocida, estos avances han logrado convertir en enfermos crónicos con mejores expectativas de vida a muchos de los afectados y han detenido su expansión. Nadie sospechó en los primeros años de pandemia que el sida se convertiría en una bomba de relojería para el Tercer Mundo, donde vive el 90% de los infectados y mueren por millones los enfermos sin disfrutar siquiera de la dignidad que aporta una mínima asistencia sanitaria.La XIII Conferencia Internacional del Sida, reunida en Durban, ha sido un crudo exponente de los problemas que plantea la desigualdad social y la forma de hacer política en este mundo globalizado. La sanidad pública de Suráfrica, un país relativamente próspero, no puede administrar los fármacos antirretrovirales porque son demasiado caros y su presidente se escuda en extravagantes dudas científicas sobre el virus para apoyar la imposibilidad económica de asistir a los infectados. La industria farmacéutica publicita a su vez donaciones de medicamentos, sin llegar a concretar la oferta, y la cooperación internacional continúa sin cumplir sus compromisos adquiridos en reuniones mundiales.
Durban ha sido un catalizador de todos estos claroscuros. La conferencia ha vuelto a enfrentar a un mundo en exceso complaciente con uno de los peores desafíos de este siglo. El ex mandatario surafricano Nelson Mandela -en cuyo país han nacido durante los cinco días de la reunión más de 800 niños contagiados- ha recordado que ninguna de las guerras de los países en desarrollo de los últimos 100 años ha costado tantas vidas, a la vez que ha pedido una intervención urgente y global. Mientras llega, ya hay más de 34 millones de personas tocadas por el virus, jóvenes africanos en su mayoría, para los que el futuro carece de valor. La erradicación del sida requerirá vacunas efectivas todavía lejanas. Pero mientras los científicos hacen su trabajo debe exigirse de quienes gobiernan los países más afectados, pobres la inmensa mayoría, un esfuerzo suplementario para instruir machaconamente a sus ciudadanos sobre las cuestiones -uso de preservativos, educación sexual, pruebas a las embarazadas- que pueden salvar millones de vidas. Y el mundo más desarrollado tiene la ineludible obligación de cooperar con su dinero y sus conocimientos a ese urgente programa de mínimos.
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