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Tribuna
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Fiesta española

El otro día estuve mucho tiempo atrapado con dos niños pasados de hora, sueño y hambre en un inmenso atasco que me impedía acceder a mi casa por causa del desfile callejero del Día del Orgullo Gay en Madrid. Al final, dejé el coche tirado, nos los echamos al hombro y avanzamos, entre una masa de desperdicios alegremente esparcidos por la calle, hacia el dulce hogar. Así es la vida en la capital de España.No voy a quejarme. Yo creo que cada uno tiene que defender sus derechos o clamar por ellos y, si ha de ser en la calle, qué se le va a hacer. Tampoco culpo a los gay; tanto me da si son ellos como los agricultores en busca de subsidio o los alumnos de Medicina. Peor lo tienen quienes aguantan los bares y terrazas de la noche madrileña bajo sus balcones. Siempre hay alguien que lo tiene peor y por causas menos nobles, como la jarana de los marchosos alegres y borrachos. En mi opinión, por debajo de todas estas manifestaciones se mueve la atávica brutalidad de la sociedad civil española o, dicho de otro modo, la inexistencia de una tradición cívica. Porque bárbaros hay en todas partes, pero tradición cívica es un asunto exclusivo de las sociedades educadas.

Por alguna razón, la idea de celebración o fiesta va unida a la idea de dar la turrada al vecindario. Es como si hubiera una ley no escrita que dice que una juerga no lo es del todo si, además de armar todo el ruido posible, no hiciéramos la vida imposible a aquellos que no se suman a nuestra diversión. En otras palabras: que a la noción de fiesta va unida la idea de molestia. Recuerdo un sketch de Gila en el que, después de relatar cómo un vecino del pueblo queda para la UVI tras una serie de gamberradas festivas, dice a su interlocutor: "¡Eso es lo que le digo yo, que si no sabe aguantar las bromas que se vaya del pueblo!". Pues yo diría que algo de eso hay en el inconsciente colectivo del país cuando se echa a la calle a pasarlo en grande. De las cencerradas de las bodas a algunas de las actuales manifestaciones de diseño con autobús, gorrillas, pancartas y kit de viaje todo incluido no hay tanta distancia como parece.

Es un desahogo, ciertamente. También la patada del poder (público o privado) en el culo del ciudadano común es un desahogo, pero no lo entiendo. Mucho menos entiendo que unos taxistas colapsen y tomen como rehén una ciudad por el asesinato de un compañero, porque no hay proporción ni relación y no es más que un desfogue cobarde, anónimo y ventajista. Como tampoco entiendo que todas las vacaciones de los españoles tengan que ser boicoteadas con la misma precisión que se cumplen los días festivos en el calendario laboral. Pero, extremismos aparte, el tinglado alborotador en su conjunto me parece que tiene todo que ver con la idea central de que el jaleo, cualquier clase de jaleo reivindicativo o festivo, tiene que ir acompañado del fastidio al prójimo. Y es que la cultura cívica española sigue anclada en el avasallamiento como forma de expresión, sea en una celebración, sea en una de esas jaraneras reivindicaciones de todo el arco social.

El día de la bicicleta, la marcha por el subsidio comunitario, el Día del Sida, el día de yo qué sé qué, se celebran de continuo porque parece que nada existe si no se bloquea el centro de una ciudad para hacerse notar; el centro y la ciudad entera, que sufre con resignación sus consecuencias. Supongo que obedece a la idea de que hay que motivar a la gente o a los compañeros y a la idea de que hay que salir en los medios o la protesta o celebración no son nada. Por ahora, no creo que la cultura democrática venga a arreglar esto porque siglos de modo de ser no se arreglan en unas decenas de años. La modificación de las costumbres requiere tanto tiempo que sospecho que habrá que seguir sufriendo y esperando, a la antigua usanza, "que sea lo que Dios quiera".

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