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La crispación

Fernando Savater

Entre las muchas interesadas vaciedades que se repiten sobre la situación en el País Vasco destaca una por lo frecuente y por lo grave: asegura que la crispación actual, alentada por la culpable incapacidad de los políticos para ponerse de acuerdo y encontrar soluciones, está a punto de convertir en enfrentamiento la armoniosa convivencia civil que antes, incluso en los peores momentos, reinaba entre quienes por aquí vivimos. Pero... ¿en qué consistía tal armonía? ¿En que la gente descartase la incómoda mención del último atentado para no turbar la simbiótica rutina a la hora del txikiteo? ¿O en mirar para otro lado, en el mejor de los casos, apretando los labios para no responder al que comentaba "algo habrá hecho"? ¿Era armonía social que la mayoría de los empresarios pagasen a sus extorsionadores sin rechistar apenas, mientras los profesores de universidad se dedicaban a lo suyo sin meterse en líos y procurando confraternizar con todos? ¡Preciosa Arcadia, conseguida gracias a que gran parte de la ciudadanía renunciase a exhibir sus símbolos o comentar en público sus opiniones políticas, y sobre todo a que nadie mostrase interés en cuestionar la hegemonía nacionalista! Estaba autorizado por la corrección política repudiar la violencia de los asesinos, pero ni una palabra más: hasta las concentraciones contra los crímenes y secuestros debían hacerse en silencio, porque sólo el pacifismo renunciativo -sin duda meritorio, pero políticamente limitado- podía aspirar a alguna simpatía frente al terrorismo. Críticas de mayor calado contra el insaciable ideario nacionalista que compartían los moderados y los radicales eran propias sólo de gentes de Madrid, esos que "no nos pueden ni ver". Sobre todo había miedo, un miedo cerval no sólo a ser agredido o asesinado, sino a sentirse repudiado, a perder el confortable (¡y en muchos casos rentable!) "calor de establo" -por repetir la expresión cruel de Nietzsche- que han hecho reinar en el País Vasco los dueños de la situación política durante las últimas dos décadas. Y el miedo es miedo, no bonhomía conciliadora: no confundamos la concordia civil con el pánico servil.Hace poco oí en una radio a una catedrática nacionalista de la UPV, preocupada por este posible deterioro de la convivencia: decía que ahora la gente no nacionalista tiene verdadero miedo y ello puede llevar a la fractura social, etcétera... Me encanta ese "ahora": ¡pues no han tardado poco en asustarse! Por lo visto, mientras se exterminaba a los miembros de UCD, a ingenieros, a catedráticos, a socialistas, a gente del PP, mientras se secuestraba a empresarios y se aplicaba la limpieza étnica a guardias civiles, policías nacionales, ertzainas y funcionarios de prisiones, la gente no perdía su buen ánimo y todos seguíamos tan amigos. Sin rechistar: ¡cosas de los políticos, que no se ponen de acuerdo! Pues no, señora mía: la gente no nacionalista (y de paso muchos de los nacionalistas con dos dedos de frente) estaban asustadísimos desde antes. Lo que ha pasado ahora es precisamente lo contrario de lo que usted cree: sin perder el miedo, que es una forma de cordura cuando uno vive rodeado de asesinos y cómplices de asesinos, la gente está ya más indignada que atemorizada. Se ha dado cuenta de que es mucha, probablemente la mayoría, y de que tiene derecho no sólo a pedir el cese de la violencia, sino un cambio de Gobierno y de orientación política en la CAV. Porque en una democracia no sólo cuentan los políticos, que políticos somos todos, luego ya es hora de que los ciudadanos se hagan oír y no sólo se quejen en voz baja... aunque tal pronunciamiento haga perder algunas amistades de conveniencia. Malo, malísimo es el enfrentamiento civil: pero el enfrentamiento militar contra civiles que venimos padeciendo es sencillamente intolerable.

No se trata de un mero berrinche de fanáticos "españolistas", como dicen los tontos, los que se hacen los tontos y los que cobran por fingir que lo son. Hace pocas semanas, en estas mismas páginas, Emilio Lamo de Espinosa comentaba ponderadamente una carta que le había enviado un nacionalista contrario a la violencia donde se le preguntaba qué podían hacer quienes, como él, abominaban de la violencia pero no se sentían a gusto en el marco político actual. Respuesta: para empezar, comprender del todo la situación del país en que viven. Pues a muchos vascos tampoco nos entusiasma este marco político, aunque por razones opuestas. Nunca hemos sentido fervor alguno porque nuestra región deba ser denominada según la nomenclatura nacionalista y tenga la bandera, el himno y la fiesta nacional no de los vascos, sino de los nacionalistas vascos. Creemos en el derecho a educar y vivir en euskera de quienes desean hablarlo, pero consideramos que convertirlo en prioridad cultural ha llevado a despilfarros económicos y a imposiciones atrabiliarias. Y, sin embargo, la mayoría lo hemos aceptado todo con la mejor voluntad, incluso con simpatía cómplice, esperando que esa conformidad zanjase de una vez por todas la violencia y permitiese, en reciprocidad, el reconocimiento de los símbolos y proyectos de los demás. Entendimos el Estatuto de autonomía como punto de llegada, un acuerdo entre discrepantes, no como un simple escalón que, al calor de la perpetuación del terrorismo, iba a ser descartado luego como algo canijo y mediocre... ¡hasta como una imposición! Pero resulta que nos equivocamos. Y eso nos ha convencido de que la necesaria convivencia no consiste simplemente en hacer concesiones: hay que marcar claramente las reglas del juego y demostrar políticamente a los nacionalistas que no queremos seguir atrapados en la disyuntiva de integrarnos en su proceso de construcción nacional o vernos socialmente excluidos... cuando no algo peor. Ya sabemos que en cualquier futuro hay que contar con el nacionalismo democrático; pero lo que no hay que dar por descontado es que tengan que mandar siempre.

A estas alturas, ciertas cosas ya no son de recibo. Denunciarlas no es provocar la fractura social, sino la fractura de la hipocresía social. Al historiador Ernest Nolte se le ha reprochado que hablase -aun condenándolo- de una "base racional" para el exterminio hitleriano de los judíos, aduciendo que muchos de éstos eran comunistas y estaba justificado combatir el totalitarismo estalinista. Pues bien, quienes hoy repudian el terrorismo etarra, pero recuerdan que existe un conflicto político en el País Vasco, por tanto ustedes verán, me parecen de la misma impresentable calaña que herr Nolte. Otrosí: el celo de instituciones y políticos nacionalistas en convertir la situación de los etarras presos en cuestión fundamental del orden político. Oyendo a ciertas instancias sindicales o parlamentarias se diría que su encarcelamiento es algo así como un atropello que debe acabar cuanto antes para facilitar la reconciliación y que los familiares de las víctimas son rencorosos por insistir en su castigo. Es, sin duda, deseable que los terroristas presos (como cualesquiera otros reclusos) reciban un trato correcto y que, en la medida de lo posible, sean acercados a los domicilios de sus familiares (aunque no se trate, como falsamente se repite todavía, de un precepto

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legal): pero no es lo mismo querer que los presos estén bien que olvidar que en justicia deben estar bien presos. A la mayoría de las personas decentes del País Vasco los miembros de ETA que les preocupan no son los que ya están juzgados y encarcelados, sino los que desdichadamente quedan aún sueltos.

Uno de los motivos de crispación, se quiera o no, es también la cuestión educativa. Dejando aparte las sandeces que se han dicho sobre sus nombres, lo cierto es que la mayoría de los integrantes de la kale borroka y de los manifestantes que dan vivas a ETA frente a los que protestan por algún asesinato tienen menos de veinte años. No me parece un dato insignificante. Puede que el informe de la Academia de Historia, que no he leído, contenga exageraciones o conclusiones poco fundadas. Yo no sé si las ideas del nacionalismo vasco llevan al racismo, aunque tengo claro que provienen de él. Pero resulta alarmante oír al propio lehendakari hablar de "ciento sesenta años de convivencia frustrada" o de una "Euskadi anterior a España". Confieso de entrada mis propias perplejidades historiográficas. Nunca he comprendido, por ejemplo, que los defensores del PNV le elogien por ser un partido "centenario", lo que me parece un mérito más indudable en un coñac que en una organización política. Después de todo, la Inquisición duró cinco siglos y tanta longevidad la mejoró poco. Tampoco entiendo cómo pueden llamarse derechos "históricos" a prebendas que resultan inmunes a su propia abolición, al paso de los lustros, a varias guerras civiles, a los cambios demográficos o sociales... En todo caso, serán ejemplo distinguido de derechos enigmáticamente ahistóricos. Pero no quiero ir más allá, para no crispar a nadie: ya advirtió Pío Baroja que "rebelarse contra la mentira es peligroso".

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.

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