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Tirar los tejos

ESPIDO FREIREA pocas vascas y a menos navarras han de explicarnos el sentido de tirar los tejos, que queda ya un tanto obsoleto en otros lugares. El método de cortejo tradicional en los ámbitos rurales consistió, durante mucho tiempo, en que los mozos se juntaban, hacían acopio de cantos rodados o tejos no rodados, y cuando las muchachas se ponían a tiro, las molían a pedradas. En la versión más sofisticada, el apedreamiento se llevaba a cabo en solitario. Maritxu regresaba de la fuente, y Bartolo le arreaba un cantazo que la desmoñaba.

Luego trataba de salvar la imagen contando en el pueblo que le había cantado lo de a dónde vas, Maritxu, tan mona, y tal, pero nadie se lo creía. Un machote no le decía ternezas a las chicas. A dónde iba a parar si no la raza.

Sin embargo, la finalidad del tejo se había cumplido: la moza, un tanto dolorida, se había fijado en el chico que le había lanzado la piedra. De ahí se pasaba a seguirla por el monte, a pedirle un par de bailes en la romería y a ataques sexuales más o menos consentidos, hasta que se presentaban cabizbajos frente al padre y la boda se celebraba. Es decir: el método funcionaba, y se fue transmitiendo de generación en generación.

Por desgracia para los jóvenes actuales, las calles y las carreteras se hallan debidamente asfaltadas, y por lo general encontrar un tejo es ya más complicado de lo que fue, salvo quizás en las campas de Armentia, o fiestas por el estilo, y vista la tradición de kale borroka que nos acompaña tampoco es cuestión de liarse a pedradas en mitad de la multitud, no vayan a malinterpretarse nuestras intenciones. Por lo tanto, malas noticias para los mozos casaderos: no queda más remedio que hablar con las chicas.

Dicho así y sin aviso puede parecer terrible, pero no lo es tanto. La mayor parte de las sociedades civilizadas hablan con las mujeres, e incluso tienen en cuenta sus decisiones. Incluso en algunas zonas no muy lejanas han hecho del cortejo verbal un arte, (véase Francia). Por supuesto, resulta mucho más fácil entenderse entre hombres, sin tantas florituras y delicadezas, pero las mujeres también poseemos la capacidad intelectual suficiente como para comprender frases complejas.

Sin duda, eso terminaría con vetustas tradiciones, como las cuadrillas de chicos y las de chicas, inamovibles como agua y aceite, y exclusivas de estas tierras; con los txokos en los que correrían literalmente a gorrazos a la valiente que se acercara. O con los Alardes protegidos por la Ertzaintza, como el de San Marcial, en Irún. Pero, permítaseme decir, que creo sinceramente que ganaríamos con el cambio.

Eliminaríamos, por ejemplo, declaraciones como las de Beñardo Urtizberea, el general del Alarde tradicional de Irún, que consideraba que su pueblo rechazaba con todas sus fuerzas a las mujeres en el alarde, o que los insulto dirigidos al Alarde mixto eran el derecho de ese mismo pueblo a expresarse, porque les estaban tomando el pelo. No resulta válida ya la excusa de que así se han hecho las cosas siempre: también se consideró durante siglos que la mujer no tenía alma, ni derecho a voto y que debía parir hijos con dolor, y llegaron la píldora y la epidural para evitarlo. Y ambos cambios pusieron de los nervios a muchos otros hombres.

Resultaría interesante un estudio que analizara por qué un pueblo que se precia de haber mantenido un matriarcado tan potente demuestra un miedo y un desprecio tal por las mujeres: porque, mientras se nos permitía heredar y posesiones vedadas en otras zonas, se nos apartaba de tantos otros campos. Cabría figurarse hasta qué punto hay hombres inseguros que ven como una amenaza que una mujer camine junto a ellos en una procesión, o a qué nivel de inferioridad han llegado para que el cortejo vasco sea sinónimo de paciencia, indiferencia y cierto desprecio encubierto por la sensibilidad y la dulzura.

Mientras tanto, mientras los tejos vuelen y el buen juicio brille por su ausencia, existirán bandos. Para algunos, es la mejor de las soluciones: les evita hablar. Y los hombres, ya lo hemos dicho antes, no pierden el tiempo en esas mariconadas.

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