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Los cohetes de la antipatía ANTONI PUIGVERD

Hoy es viernes y, mientras desayuno hojeando los diarios, escucho la tertulia radiofónica que coordina Antoni Bassas en Catalunya Ràdio. Se trata del foro de discusión política con mayor audiencia del país y el tema estrella de esta mañana es, como no podía ser de otra manera, el dichoso informe de la Academia de Historia. Con civilizada retórica, los tertulianos se preguntan sobre las intenciones políticas del informe, afirman la imposibilidad de una historia al margen de las ideologías y reflexionan sobre el daño que ciertos medios de gran proyección pueden haber causado a las ya de por sí delicadas relaciones entre Cataluña y España al divulgar de manera sesgada y elemental un texto ya de por sí sesgado y elemental. Todos expresan su preocupación por los términos del nuevo escándalo político-cultural, cuidando, en sus intervenciones, la prudencia del tono y la templanza de los argumentos críticos. La ironía de Espadaler es hoy muy suave. Culla dibuja sus minuciosos circunloquios con extrema delicadeza, sin cargar las tintas para nada (se permite tan sólo una ácida puntilla de erudito al recordar una reciente publicación de la Academia de Historia: España: el ser de España, que por su título canta). Incluso el moderador Bassas interviene, excepcionalmente, para destacar la imprudencia temeraria de los tertulianos y dirigentes mediáticos madrileños que han aprovechado el discutible informe de la academia histórica para cargar con visceral incontinencia contra las realidades no castellanas de España.Me identifico completamente con el tono mesurado de la crítica. Nada hay más peligroso que pretender apagar el fuego nacionalista con la gasolina del nacionalismo opuesto. El documento de los académicos y su larga cola mediática demuestran que el españolismo campa por sus fueros. Muchos intelectuales críticos con el nacionalismo catalán o vasco propagan una idea demasiado fácil según la cual el nacionalismo español se ha evaporado gracias a la mera existencia jurídica del Estado de las autonomías. Esta idea es, por cierto, tan falaz como su contraria: la que afirma que todos los que critican el nacionalismo catalán o vasco lo hacen desde el españolismo. No es cierto. Podría existir un espacio mental patrióticamente laico y mutuamente comprensivo, pero cada vez es menos posible: los rendimientos políticos del odio y del desprecio son sensacionales. Días atrás, cuando el equipo de Camacho perdía o ganaba partidos en la Eurocopa, en el mismo programa de Antoni Bassas que hoy viernes propaga argumentos tan razonables y sensatos, se bromeaba cruelmente acerca de los sentimientos futboleros de muchos locutores (y oyentes) españoles. Son ridículos, naturalmente, los exageradísimos gritos y las exclamaciones patrióticas que el fútbol produce. Pero son igualmente ridículos en boca de locutores catalanes y referidos al Barça. Con la excusa del humor, el programa catalán de máxima audiencia dedicó largos minutos durante bastantes días a alimentar la peor alergia social: la del desprecio. Es cierto que de la acidez de los eficaces guionistas del programa no se salva ni Dios. Pero no es menos cierto que, a diferencia de lo que sucede con el Barça, glorificado aunque en ocasiones satirizado, la selección de Camacho ha recibido, en este programa, sólo burlas y chanzas que han funcionado siempre como sinécdoque de la ridiculez del nacionalismo español. No pretendo criticar el programa, cuya calidad radiofónica es premiada con una enorme difusión. Pretendo enfatizar una evidencia: es así como avanza en España la dialéctica nacionalista: burlándose de los otros y subrayando lo peor de la trinchera enemiga.

Lo más peligroso del conflicto intelectual y político de los nacionalismos hispánicos es que acaban arrastrando a todo el mundo a las trincheras. Lentamente, los nacionalismos, incluido el español, ocupan todo el escenario: colocan grandes lupas sobre las afrentas, fuerzan siempre a hablar desde los testículos patrios, renuevan con devoción la sal de las viejas y nuevas heridas, y obligan a todo el mundo a definirse: conmigo o contra mí. La deriva nacionalista es visible incluso en gente que destacaba por su espíritu racionalista. Jon Juaristi empezó siendo un crítico implacable y ha acabado metiendo la pata sin pudor alguno: como cuando afirmó, con la intención de ridiculizar al catalanismo cultural, que Carles Riba flirteó con el fascismo. Riba marchó hacia el exilio junto a Machado. Sus vidas y sus obras son paralelas. ¿Qué diríamos si alguien osara afirmar que Antonio Machado era fascista? Es explicable la reacción de los que sufren la amenaza del nacionalismo armado vasco. Pero no tenemos obligación de seguirles hasta su nueva trinchera, en la que se comportan como viscerales conversos. Los extremos se tocan y se necesitan. Entre mil ejemplos, citaré el caso de los jóvenes convergentes que unos años atrás invitaron a su escuela de verano a un socialista. Podían escoger al más próximo: invitaron a Ibarra. Con Ibarra estaban asegurados unos titulares bárbaros en los medios de comunicación catalanes. Si no existieran Ibarra, los académicos nostálgicos y los más furiosos articulistas de Madrid, los de la trinchera de enfrente deberían inventarlos. Y viceversa: ¿de qué escribirían los Burgos, Capmany y compañía? Se necesitan: por esa razón se subrayan, se citan, se amplifican.

Hace años, los cohetes explotaban en las calles de Girona sólo cuando el Barça metía un gol. Poco después, exlotaron también cuando el Madrid perdía. También los del Madrid los encienden ahora cuando el Barça pierde. En los cielos de Girona se produce una guerra de cohetes. Ya no es posible deducir el resultado: los cohetes del odio y del amor se mezclan y neutralizan en un molesto empate. Durante la noche del España-Francia, yo paseaba en soledad por las calles del barrio judío. En el cielo retumbaban los cohetes, pero no podía saber si España había perdido o ganado. Hasta que una voz cascada de hombre viejo y ebrio gritó desesperadamente, en castellano, desde una ventana: "¡Hijos de puta!". Sirva como alegoría. Cohetes de odio confundidos con los del amor y noches siempre desagradables, antipáticas: para unos y para otros. ¿Es ése el futuro que queremos? ¿Un eterno y antipático empate de cohetes?

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