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Vendaval de elocuencia

Lo habitual, lo sobado, lo casi tópico, y me temo que en parte también lo erróneo, ha sido y es considerar a Vittorio Gassman como un actor comparable a una fuerza de la naturaleza, más instintivo que técnico, más deudor de sus vísceras que de su mente. Hay algún eco de la verdad en esto, pero sólo eso, un eco; en modo alguno, la compleja verdad de este formidable artista. Lo cierto es que fue un superdotado intérprete que creó una poderosa y misteriosa identidad entre el vigor de su impulso y el de su cálculo, siendo sus trabajos, lo mismo en cine que en teatro, más equilibrados, más meditados y mucho más concienzudamente elaborados de lo que a primera vista parecen. Y es, me temo, indispensable para percibir el alcance y, sobre todo, la complejidad del equilibrio de su talento, haber sido testigo en alguna ocasión de un destello de su asombroso genio escénico. En España, por suerte, pudimos verle encaramado a un escenario en tres o cuatro ocasiones y esto nos abre accesos a algunos rincones secretos de su obra cinematográfica.Fue Gassman un volcan lógico, un torbellino gestual que medía mentalmente hasta el más pequeño, incluso el situado en el borde de lo imperceptible, de sus gestos. En los grandes, curvos, súbitos trémolos de su palabra escénica -mi recuerdo se detiene un instante en los meandros del vuelo de su voz deslizándose sobre los vaivenes del Orestes de Alfieri, pues, viéndole y oyéndole, retrocedí asustado, replegado por su empuje contra mi espalda- surgía de no se sabe dónde la calculada y exquisita delicadeza de lo indirecto, de lo sugerido, del matiz intruso. Si hubo primero sobre la escena y luego ante las cámaras un maestro del oficio de actuar que logró enlazar y hacer indisolubles la expansividad de su explosivo temperamento y la medida mental exacta de su tarea, ése fue Gassman. Era un artista gigante, un vendaval de elocuencia, que jugaba temerariamente con el exceso sin caer nunca en la exageración y que componía sus enormes, a veces mareantes por su ambición ciclópea, escaladas hacia el paroxismo trágico con la misma minuciosa precisión de un miniaturista.

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Dio Gassman forma a su idea del sentido de la tarea del intérprete en su admirable recreación filmada, de ambición autoprogramática, del drama sobre el actor romántico Kean escrito por Alejandro Dumas y recompuesto por Jean-Paul Sartre. Fue, desde una pantalla, una apasionada exaltación de la escena y sus pobladores considerados como foco de corrosión del poder, de todo poder. Y fue una especie de reivindicación del cómico absoluto, primordial, el miembro escapado de la vieja horda errante, el gran histrión romántico, considerado como el último hombre ingobernable, como un personaje que carece de alma y finge tenerla, ficción que obsesionó siempre a Gassman y vertebró su obra escénica y fílmica.

Hace pocos años, en París, volvió Gassman a proclamar esta idea tan radical de su oficio. Dijo: "Albert Camus define al actor con la paradoja de la sinceridad del hipócrita. Peter Brook lo retrata como un hombre que consigue seguir siendo un niño a los 80 años. Pero yo me inclino a verme a mí mismo como un tipo mitad sacerdote y mitad puta. Siempre he oscilado entre una cosa y otra. Soy más puta cuando hago cine y más sacerdote cuando hago teatro". Para Gassman, su sacerdocio teatral fue el gran atasco que impidió, o más exactamente dilató o aplazó, el pleno surgimiento de la puta cinematográfica que llevaba dentro. Odiaba, a mi juicio con fundamento, sus primeras incursiones en la pantalla, incluidas las muy célebres de Arroz amargo y Ana. Esta y otras composiciones de malvado, aunque querían ser rompedoras, en todo diferentes al gesto del villano genérico convenido, resultaban exageradas, esquemáticas, poco creíbles. Él mismo dijo por qué en sus memorias. Chocó, en sus primeras incursiones en el cine, con su dominio del exceso de velocidad gestual del histrión y, sobre todo, con la falta de movimientos intermedios entre los extremos de un vuelo de manos o de ojos.

Y fue el humilde, y tal vez por ello inabarcable, genio cinematográfico de Mario Monicelli quien frenó el desorden creado por el virtuosismo teatral del actor y encarriló hacia las puertas de entrada en la pantalla a su engreída retórica escénica, al hacerle consciente de que, cuando se encontrase sumergido dentro del campo de captura de una lente, no debía olvidar nunca que la mirada de la cámara le exigiría -para dar en la pantalla sensación de realidad y verosimilitud a su torrente expresivo- que debía proporcionar a éste, además de parsimonia en el tempo de composición gestual, otra lógica en el engarce entre gesto y gesto. Y fue en el rodaje de Rufufú, guiado por la amistosa ironía de Monicelli, donde Gassman hizo suyo el misterio del lenguaje de la pantalla.

No olvidó nunca Gassman la advertencia de su amigo y maestro y esto es lo que permitió a este gigante de la escena darnos, tras la lección de inmensa pequeñez de Rufufú, otros prodigios cinematográficos. Desde La escapada, La Gran Guerra y La armada Brancaleone a, casi ayer, La familia y, ayer mismo, Sleepers, entre una veintena de trabajos memorables, desgranados del casi centenar y medio de películas -la mayoría olvidables, sobre todo las de su primera etapa de Hollywood, en los primeros años cincuenta, de la que renegó- en que intervino. Así se fundieron en él, dando forma a un tercer rostro, el gesto del hombre de escena y el del cómico de acera del último gran capítulo de la comedia derivada de la tradición neorrealista italiana, en la que Vittorio Gassman llegó a ser una presencia insustituible. Su arrollador impulso escénico -de pura estirpe trágica, que le condujo a un Edipo que sobrepasaba el estadio de personaje y le hacía elevarse a otro estadio superior de la actuación- fue frenado y domeñado por la relojería de precisión de una visión a ras de tierra, humilde, directa, genial del cine.

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