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Mattatore amargo

En su sabia y complaciente autobiografía Un gran porvenir a la espalda, escrita en 1981 y publicada en nuestro país por Planeta, Vittorio Gassman deja muy clara la opinión que tenía de sí mismo: "Si hubieras nacido anglosajón", se dice, en cierto momento, "les habrías jodido a todos". Todos: los actores británicos. Pero no de cine: de teatro. El cine no le gustaba gran cosa; no es un arte grandilocuente, como era él; por mucho que potencie el estrellato, una película se basa en el esfuerzo colectivo. Vittorio prefería el teatro y, del teatro, el monólogo, que era lo que podía hacer él solo. Nunca le perdonó a su segunda ex mujer, Shelley Winters, la oronda náufraga de La aventura del Poseidón (la conoció en tiempos mejores: cuando ella era delgada y acababa de aspirar a un Oscar a la mejor secundaria por Un lugar en el sol), que escribiera en su autobiografía (otro ejercicio de autocomplacencia bastante mendaz, por cierto) que el mejor Hamlet que había visto en su vida era el de Richard Burton.A decir verdad, Gassman no niega cuánto envidió a los actores británicos por poder trabajar en inglés y dirigirse a una audiencia amplia desde una estructura industrial consolidada. "La envidia, si se usa bien, es un motor eficaz", escribió.

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El cine no le importaba gran cosa, pero le conocemos por el cine mucho más que por sus giras teatrales, su Kean, sus libros, su prestigio. Le conocemos por películas como Arroz amargo, que le encasilló durante años en papeles de malvado, y que sólo le inspira desprecio. Y, sin embargo, debe lo que es a aquellos grandes y convencionales papeles de desaprensivo capaz de arrastrar a la perdición a cualquier tipo de mujer: bien a la robusta Silvana Mangano en la mencionada película, y en Ana; bien a la frágil Audrey Hepburn de Guerra y paz; o a la incombustible Liz Taylor de Rapsodia; por no hablar de la caña atroz que le dio a Gina Lollobrigida en otro producto ramplón y encantador, propio de los cincuenta: La mujer más hermosa del mundo.

Cuando yo era pequeña y mi madre quería que me fuera pronto a la cama, simplemente decía: "Mira, que llamo a Vittorio Gassman". Era el truhán por antonomasia. Seductor y dañino. Recuerden: Silvana Mangano sube hacia la cúspide de la torre, y se lanza de cabeza a la muerte... porque la ha hecho polvo Vittorio Gassman. Audrey abandona a Mel Ferrer, su esposo en la vida real, para arrodillarse ante un tipo que bebe, baila con un oso y se bate en duelo cada amanecer..., por supuesto, Vittorio Gassman. Los hombres también cayeron como moscas ante sus añagazas: el juvenil Jean-Louis Trintignant de La escapada; el aplicado pianista John Ericson de Rapsodia (¡y, entretanto, la pobre Taylor, con sus trajes de terciopelo sin hombros, seducida por el violinista Gassman, más falso que un duro a cuatro pesetas!). Incluso en un papel tan tardío como el que incorpora en La familia (1987; director, Ettore Scola) destroza la vida de Fanny Ardant. Señores, qué pedigrí.

Le llamaron Mattatore, que es la forma antigua italiana de llamar donjuán a alguien que arrasa virtudes y anula porvenires, y su propia leyenda dio origen a la película Il mattatore; pero cuando estuvo realmente bien, en cine, fue cuando hizo de desgraciado. En Rufufú, como chorizo tartamudo; en La Gran Guerra, como paria de las trincheras junto a Alberto Sordi (ya sólo nos queda vivo Albertone, qué peste). Películas en las que no ligaba con mujer alguna y en las que era tan italiano como el más nimio y encantador de los italianos; es decir, un adorable fanfarrón de corazón puro.

De eso se da uno cuenta leyendo su autobiografía. De lo furbo, astuto, y de lo fantasmón que era: como cualquier hijo de su tierra. Un cómico tramposo, de la casta de los Totó, Aldo Fabrizzi, Vittorio de Sica, Ugo Tognazzi, Nino Manfredi, Marcello Mastroianni, Alberto Sordi y tantos otros, más secundarios, que nos han dado felicidad sin añadir efectos especiales. Un actor enorme, tanto más grande cuanto más pequeños eran sus personajes; tanto más importante cuanto más indigna y simpática era la picaresca que encarnaba.

Muerto Gassman, perdonen, yo no veo irse a Kean, ni a Hamlet, sino al tipo compungido que trataba de huír de las trincheras sin que se le notara la cobardía. Nadie ha sabido hacer cortes de mangas como los actores italianos. Y, de entre los italianos, el mejor, Vittorio Gassman. Te convencía de que era un señor: y sólo al salir del cine te dabas cuenta de que habías permanecido babeando durante hora y media por un redomado canalla.

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