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Conflictos entre culturas.

Los conflictos nunca entran en vías de resolución si todas las partes implicadas no son capaces de reconocer y dar visibilidad a las causas más profundas que los han creado y alimentado. Esta verdad de Perogrullo, válida para cualquier conflicto y en cualquier contexto, debería presidir también cualquier análisis que intente aproximarse a lo que ha sucedido hace meses en El Ejido y en el barrio egarense de Ca N'Anglada, porque las medias verdades o la ocultación de algunos factores no beneficiarán a nadie y sólo servirán para encontrar soluciones falsas o poco duraderas. Tenemos un problema, y bastante grave, y habrá que ir al fondo de la cuestión para sacar todas las consecuencias y lecciones necesarias.Hay demasiado miedo a reconocer, por aquello de la "corrección política", que, por ejemplo, las relaciones con los inmigrantes marroquíes no son siempre fáciles, y que en todo caso suelen ser más complejas que las relaciones con otros colectivos. Esa dificultad no viene dada por una maldad intrínseca de este colectivo, por supuesto, sino por el desconocimiento que tenemos de su cultura, de sus costumbres y de sus formas habituales de socialización, amén de la distancia que siempre ponemos con las personas más pobres.

Cuando se juntan el desconocimiento, el recelo, la distancia, el exceso de precaución y un imaginario que a lo largo de los siglos ha estigmatizado negativamente a toda una cultura, lo más fácil que surja es el miedo y una actitud defensiva que puede derivar en agresión cuando surge cualquier detonante. Así las cosas, es importante que se pierda el miedo a afrontar la realidad de esta incomunicación; aunque también es cierto que lo más conveniente es que este tema sea abordado con cierta pausa y discreción, sin estridencias y sin dar pie al espectáculo simplista, por el sencillo motivo de que no estamos hablando de un problema "de ellos", sino de un problema compartido, de mala e insuficiente comunicación entre dos mundos, dos culturas, dos imaginarios, dos realidades políticas y sociales cambiantes, dos religiones, dos estéticas y dos proyectos vitales; ninguno de ellos es mejor o peor que el otro, simplemente son diferentes, utilizan algunos códigos importantes de forma diferenciada y se desconocen en lo más básico.

Es cierto que externamente no ha habido demasiados problemas con los marroquíes que llegaron hace diez, veinte o treinta años. No eran muchos, han trabajado muy duramente, con sueldos miserables, aceptando muchas veces ser explotados para poder sobrevivir y mantener a sus familias. Su sumisión tenía que ver con la permisividad de nuestras leyes con los explotadores, que han podido contar con mano de obra barata y sin contratos de trabajo.

A los inmigrantes se les ha dado poco, muy poco, pero a cambio del silencio y la resignación. Pero la nueva generación que ha llegado en los últimos años ya no tiene ese perfil. Son muchos más, más jóvenes, a veces vienen solos, y aunque tengan familiares ya instalados aquí, bastantes de ellos no reconocen o no aceptan fácilmente su autoridad.

Han visto mucha televisión, se han hecho una composición errónea de Europa, pensando que todo es estándar y que el dinero es fácil de conseguir, renegando de muchas cosas de su cultura, y se sienten atraídos por comportamientos relacionados con nuestro hedonismo cultural, nuestro individualismo y nuestra voracidad consumista.

Pero su aproximación a nuestro mundo es durísima: no encuentran empleos dignos, no les proporcionamos ninguna facilidad para renovar sus permisos de residencia y tener posibilidades de planificarse la vida, se les mira mal y hay un rechazo difuso que perciben como puñaladas.

Paralelamente, muchos de estos jóvenes se desligan de su entorno social, del control de los imames y de la tutela de sus familiares. Con frecuencia, han de vivir segregados en barrios marginales o asentamientos primarios situados en las periferias de las ciudades. Su nuevo mundo es la calle, que han de compartir con jóvenes de aquí, a veces amigablemente y otras con rivalidad, y con los que comparten poco más que el rechazo a la autoridad familiar, el paro y la marginalidad.

Ha ocurrido en muchos países, y Francia está suficientemente cerca como para tomar nota de los frecuentes estallidos de violencia relacionados con la marginación y crisis de identidad de la llamada segunda generación de inmigrantes magrebíes.

Pero los conflictos derivados de ese desconocimiento entre culturas no tienen que ser necesariamente violentos, negativos o destructivos. Cuando eso ocurre es que no los hemos sabido tratar a tiempo o incluso reconocer su existencia. Hay, por tanto, una política preventiva en este tipo de conflictos que implica necesariamente el reconocimiento de las distancias y recelos culturales, así como la participación activa y responsable de los mismos inmigrantes, sean jóvenes o adultos, para promocionar a personas que hagan de mediadoras en su propia comunidad y que tiendan puentes con la nuestra, que a su vez ha de poner en marcha múltiples mecanismos de comunicación para que los inmigrantes participen de lleno en nuestro tejido social.

Los conflictos interculturales disminuyen siempre cuando en los barrios de mayor presencia migratoria existen varias asociaciones mixtas que día a día organizan actividades que permiten esa comunicación y ese conocimiento entre la diversidad, para alentar un primer respeto y tolerancia, incluso una curiosidad, y para sentar las bases de un futuro compartir, que es algo más serio y difícil, y que, en cualquier caso, supone un compromiso de las administraciones públicas. Pero ese flujo de contactos ha de ser multidireccional en cuanto a su intensidad, no sólo asistencial, compasivo o folclórico, y ello topa aún con dos tipos de dificultades: por un lado, la baja autoestima del colectivo marroquí, sus dificultades para perder el miedo a asociarse, su temor a ser manipulados y el choque de determinada práctica del islam con algunas normas sociales de nuestra sociedad; por otro lado, el comportamiento insolidario de una parte de nuestra sociedad, el lamentable olvido de nuestra historia migratoria (más de dos millones de españoles han emigrado en los últimos 50 años) y el considerar al trabajador inmigrante como simple mano de obra, sin reconocerle derechos, historia y dignidad.

El problema, en definitiva, es de todos, y todos tendremos que colaborar en encontrar la solución, porque de lo contrario tendremos un doble problema. Hagamos un buen diagnóstico, sin engañarnos y sin contemplaciones para nadie, y miremos de concertar un camino de futuro en el que quepamos, aprendamos, crezcamos y disfrutemos todos, vengamos de donde vengamos. Así ha sido durante siglos, y así lo han aprendido muchas sociedades de todos los continentes y en circunstancias mucho más difíciles que las nuestras.

Vicenç Fisas es titular de la Cátedra Unesco sobre Paz y Derechos Humanos en la UAB.

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