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Tribuna:
Tribuna
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¿Otra vez ante la Historia? No, gracias.

Una vez más nos colocan la frase, sonora como pocas: "Será la Historia la que juzgue a Augusto Pinochet", dice su sucesor, el general Izurieta. "Como a otros grandes hombres", añade, "a él le corresponde esperar el juicio de la Historia y no el de sus contemporáneos".He ahí la óptima coartada para aquellos grandes criminales colectivos que, aspirando nada menos que a la gloria histórica, de paso, pretenden asegurarse la más redonda impunidad. Ambos objetivos pueden alcanzarse conjuntamente gracias a esa genial invocación: la Historia como único juez. Un juez sin lugar ni fecha, abstracto, lejano, invisible, inapelable. Un juez que, para aquellos que lo invocan, debe despreciar los grandes principios de la dignidad y la convivencia humana -no matarás, no violarás, no torturarás, etcétera-, pues aquellos tiranos que pretenden ponerse en manos de tal juez siguen esperando de él un veredicto favorable a pesar de todas las atrocidades cometidas.

El gran patriota y salvador histórico da el golpe y empieza el horror. Bajo su mando directo e implacable se secuestra, se tortura, se veja y humilla, se viola, se asesina sin escrúpulo alguno. Sus adversarios políticos y sociales, incluso los ajenos a la violencia, son perseguidos y exterminados. Pero, para él y sus seguidores, todo esto queda al margen del ámbito de las leyes y por encima de la justicia humana, pues el autor y máximo responsable de tales crímenes siempre considera que él y sus acciones tienen tal altura de miras que quedan fuera del alcance de la torpe justicia de los hombres.

Si este repugnante principio, en vez de tropezar con el firme rechazo que se merece, fuera aceptado e incorporado al bagaje legal y moral con el que entramos en el nuevo milenio, los genocidas históricos proliferarían y se extenderían por el mundo como la peste, perpetrando sus desmanes y aspirando al mismo tiempo a los enormes privilegios simultáneos de la gloria y de la plena impunidad.

Frente a este detestable principio, tendente a garantizar no sólo la impunidad sino la gloria momentánea de más de un genocida, hay que oponer otro principio contrapuesto: la urgente, la inexcusable, la ineludible necesidad de que los tiranos y genocidas sean juzgados precisamente por sus contemporáneos, y no se vean injustamente beneficiados por ese aplazamiento sine die en espera de ese hipotético juicio de la Historia, que sólo llegará cuando ellos ya no estén.

Dice también el general Izurieta que "los hechos del pasado no pueden comprenderse desvincula-dos del contexto histórico en que se produjeron". Cierto. Aun así, que se nos explique qué contexto histórico justifica prácticas tales como la violación de mujeres por perros especialmente entrenados, o el colgamiento por horas o días, desnudos y boca abajo, de los colaboradores directos del presidente Allende, entre horribles torturas que finalizaron en su asesinato. O la muerte a cuchillo -y no por fusilamiento- de algunas de las víctimas de la caravana de la muerte. O la tortura de la madre de un preso en Pisagua, en presencia de éste, para hacerle hablar. Ni siquiera cabe alegar que Chile se hallaba en plena guerra civil -nunca la hubo-, ni que su Ejército se enfrentaba a alguna organización guerrillera similar a los montoneros argentinos, o a los tupamaros uruguayos, o a los senderistas peruanos, organización absolutamente inexistente en aquel Chile de 1973. Que se nos explique qué contexto histórico justifica los asesinatos del general Prats y su esposa (1974), los del ex vicepresidente democristiano Bernardo Leighton y la suya (1975) y los del ex ministro Letelier y su secretaria (1976), todos ellos por la DINA, en aquellos años en que Pinochet decía con orgullo: "La DINA soy yo". No hay contexto histórico que valga para justificar tales crímenes, salvo que incurramos en la barbarie de aceptar que todo crimen político -por monstruoso que sea- queda siempre automáticamente justificado por su respectivo contexto ambiental.

Añade además Izurieta que el Ejército está dispuesto a superar el pasado, aunque, eso sí, "siempre preservando el honor, la tradición y el papel histórico de la institución". Que se nos explique cómo se preserva el honor militar cuando son precisamente militares, actuando a las órdenes de autoridades militares, los que perpetran las indignidades mencionadas. Si bien es posible que estas tropelías se inscriban de lleno en esa "tradición" y ese "papel histórico de la institución", lo seguro es que tales acciones resultan absolutamente incompatibles con "el honor" de ninguna institución millitar.

En definitiva, no ha de ser precisamente ante la Historia donde han de responder ciertos criminales, o, al menos, no sólo ante ella, pues esto aseguraría su impunidad fáctica, demorando su supuesto juicio de forma indefinida hasta una fecha tan indeterminada como remota, que nunca llegará en vida del criminal. Sin perjuicio de que la Historia pueda emitir en su día algún tipo de veredicto a través de sus propios y extraños mecanismos, la humanidad que sufre el azote de los grandes criminales no puede ni debe esperar un fantasmagórico juicio que, por su carácter tan impreciso y tan abstracto, jamás inquieta a los grandes tiranos que consiguen asegurar su impunidad.

Éstos, al pronunciar su solemne frase "Yo sólo respondo ante la Historia", la traducen para sus adentros, sarcásticamente, en estos otros términos mucho más precisos: "Esto significa que no respondo ante nadie. Es decir, ahí me las den todas". Porque ellos saben muy bien que, en términos contemporáneos, responder ante esa ilustre señora significa no responder ante tribunal alguno, y que, mientras sólo ella esté por delante, jamás tendrán que contestar a las incómodas preguntas de un juez ni de un fiscal. El genocida histórico siempre prefiere ser juzgado por la Historia. Su posición ante ésta puede resumirse así: "Yo sólo quiero seguir viviendo como un sátrawpa hasta el final de mis días. Que la Historia me juzgue, pero que sea cuando yo ya no esté".

Así, pues, nada de responder ante la Historia. Los hombres como Pinochet han de responder precisamente ante sus semejantes, ante sus víctimas o los allegados de éstas, ante la misma sociedad que sufrió sus golpes y sus vejámenes, ante la misma humanidad a la que ultrajaron. Y todo ello, a ser posible, materializado ante la justicia de la misma sociedad en la que cometieron sus crímenes. Sólo cuando esta comparecencia ante la justicia nacional no resulta posible, porque los poderosos mecanismos de la impunidad local no han sido aún vencidos, resulta necesaria la justicia internacional. Pero lo ideal, mientras resulte factible, y así lo hemos dicho siempre, es la propia justicia nacional, dentro del viejo principio de territorialidad, reservando la extraterritoriali-

dad, reservando la extraterritorialidad propia de los tribunales internacionales para los casos -por desgracia, numerosos aún- en que la impunidad prevalece en el correspondiente ámbito nacional.

Hace escasos meses las autoridades chilenas, durante la detención de Pinochet en Londres, al mismo tiempo que gestionaban y presionaban en todos los ámbitos a favor de la liberación del general, aseguraban por activa y por pasiva que la justicia chilena era capaz de juzgarle, por lo que resultaba improcedente cualquier juicio fuera de su país. El propio presidente Ricardo Lagos manifestó en su momento: "La justicia chilena es capaz de juzgar a cualquiera que quebrante la ley. De no ser así, la nuestra sería una justicia castrada". Ha llegado, pues, el momento de demostrar que todas estas proclamaciones eran algo más que hermosas palabras, y justo es reconocer -nobleza obliga- que la justicia chilena está llegando bastante más lejos de lo que muchos habíamos creído y pronosticado, si bien todavía quedan importantes etapas por cubrir.

Queda, sobre todo, el más importante logro todavía pendiente: conseguir que no sea la Historia, sino la contemporaneidad -la propia justicia chilena, constituida y apoyada precisamente por los contemporáneos de Pinochet- la que, contradiciendo los deseos del general Izurieta, pero asegurando todas las garantías del Estado de derecho, acabe juzgando y sentenciando al ex dictador.

Prudencio García es consultor internacional de la ONU e investigador del INACS.

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