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El desfile como síntoma JOAN B. CULLA I CLARÀ

Comencemos por subrayar lo evidente: el pasado sábado, en la celebración barcelonesa del Día de las Fuerzas Armadas, marcharon por la avenida de Rius i Taulet 1.800 militares; para protegerlos -y según datos que, de estar maquillados, lo estarían a la baja- la Delegación del Gobierno desplegó a 1.700 agentes policiales. Bastaría esta ratio prácticamente paritaria entre desfilantes y custodios, insólita en cualquier país europeo y propia más bien de una república bananera, para visualizar el error político, el anacronismo cultural y el disparate, en términos de estrategia de comunicación, que supuso organizar la parada, y situarla en Barcelona. Máxime cuando la inmensa mayoría de los ciudadanos movilizados contra el evento se hallaban reunidos pacífica, festiva y familiarmente en el parque de la Ciutadella, a bastantes kilómetros de Montjuïc y sin intención alguna de acercarse a la montaña.Pero no fue sólo el avasallador despliegue policial, ni las maneras con que alguno de sus integrantes parecía querer mudar el color azul de su uniforme por un gris evocador de otros tiempos, lo que certificó la equivocación cometida. Aun cuando las nubes bajas obligaron -según la versión oficial- a suspender la exhibición aérea, esas nubes no impidieron que varios helicópteros de la policía se pasaran la mañana sobrevolando en círculo, como moscardones arrogantes, el cuadrante sureste de la ciudad. Y Televisión Española, tal vez en homenaje implícito a su fundador -don Gabriel Arias Salgado-, evitó retransmitir el desfile en directo para poder eludir cualquier incidente, y luego silenció con el mayor desparpajo la modélica concentración de la Ciutadella. Al lado de estos y otros flecos desgraciados del acto, fue una suerte que Jordi Pujol abandonase el palacete Albéniz antes que el Rey; así, por lo menos, el Gobierno central ha dispuesto de una cortina de humo con la que enmascarar su poco lucido papel.

Ese papel, con todo, bien debió de tener un objetivo. ¿Cuál? ¿Qué propósito político animó la organización de la ceremonia castrense más polémica de los últimos lustros? En estas mismas páginas, Enrique Gil Calvo aventuraba el lunes la hipótesis de la provocación, o la de un marcaje etológico del territorio como el que realizan los perros con sus orines. Por mi parte, prefiero describirlo como un trágala simbólico impuesto al nacionalismo catalán con el fin de hacerle sentir el peso de la flamante mayoría absoluta del PP y aleccionarle sobre cuáles van a ser las reglas del juego de la actual legislatura. ¿Acaso no fue Convergència i Unió la que desbarató algunas de las iniciativas simbólicas más queridas por el Gobierno de Aznar en el pasado cuatrienio, verbigracia la sedicente reforma de las humanidades o el decreto sobre el himno nacional español? Bien, pues aquella etapa terminó, y para hacerlo patente nada mejor que el paso marcial de las tropas, el estampido de las salvas y el despliegue de artefactos guerreros en pleno corazón de Barcelona, contra el parecer del Gobierno de la Generalitat y ante la reticencia de amplísimos sectores sociales y políticos. ¡Que se note quién manda aquí!

Incluso si no hubiesen sido tales los propósitos del anterior ministro de Defensa, Eduardo Serra, y aunque su sucesor, Federico Trillo, tratase de dorar la píldora reduciendo los efectivos que desfilaron, ese fue el carácter que adquirió desde semanas atrás la jornada del 27 de mayo: el del trágala, el de la ocupación simbólica de un ámbito reacio a reconocer su españolidad. Para comprobarlo, basta echar una ojeada a los voceros periodísticos del más sano patriotismo español. Según ABC del pasado domingo, la operación no fue un triunfo pleno por demasiado liviana, porque con "una parada militar descafeinada en la que no hubo legionarios, ni guardias civiles, ni carros de combate", no se va a ninguna parte. La Razón, en cuanto a ella, no sólo ha lamentado -igual, por cierto, que José Borrell- la ausencia de la Guardia Civil y de la Legión, sino que a su fundador, Luis María Anson, se le cayó la cara de vergüenza (sic) ante la pastelera blandura de Trillo y el solapado separatismo de Pujol, al tiempo que, con su bien cortada pluma de académico, descalificaba a todos cuantos protestaron contra el desfile: "Organizaciones marginales, pacifistas de pitiminí, seminarios de prostitutas, la asociación de estudiantes tántricos, los superverdes por el amor a caño libre, y grupos de las juventudes de Convergencia...". Por fortuna, y a la postre, el desfile fue un éxito de asistencia tal que "miles de ciudadanos se quedaron sin verlo al no poder acceder a la zona" (?). Tanto, que "después de toda la polémica, sectores del PP consultados por La Razón aseguraron que se podría volver a proponer Barcelona para el desfile de las Fuerzas Armadas del próximo año". ¡Bravo!

Naturalmente, Anson juega de farol y ejerce de provocador, pero el PP está pasando a la ofensiva, y la historia del desfile no ha sido más que un primer y torpe tanteo de las posiciones de su principal enemigo-aliado.

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