_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Tiempos modernos.

José María Ridao

Como no podía ser de otra manera, el inminente cambio de siglo ha dado lugar a una proliferación de balances económicos, políticos y culturales que, por lo general, suelen coincidir en una idea, hasta cierto punto sorprendente: a la centuria que ahora concluye pertenecen algunos grandes experimentos sociales, como la planificación económica, mientras que el otro gran experimento de nuestro tiempo, la globalización, ha de contabilizarse ya entre los acontecimientos del próximo siglo. Contra lo que pudiera parecer, el principal reproche que cabe hacer a esta idea no es quizá el de su imprecisión cronológica. Al fin y al cabo, la medición del tiempo es convencional y, desde esta óptica, resulta perfectamente razonable la posición de los investigadores y analistas que distinguen entre un siglo XX corto y un siglo XX largo. El primero empezaría con la revolución bolchevique y concluiría con la caída del muro de Berlín, abarcando esos densos y dramáticos años centrales en que tuvieron lugar el ascenso de Hitler al poder o el inicio de la guerra fría. Perteneciendo, sin duda, al siglo XX largo, la globalización formaría parte, sin embargo, de un ciclo histórico distinto al del siglo XX corto, y de ahí que, tal vez por simplificar, se diga por directo que es un fenómeno del siglo XXI.Desde una visión no estrictamente cronológica, el hecho de contabilizar la globalización entre los fenómenos del próximo siglo podría dar lugar, en cambio, a otras consideraciones. Como es bien sabido, y siempre dependiendo de épocas e ideologías, no gozan del mismo prestigio, de la misma predisposición favorable o desfavorable, lo viejo y lo nuevo, lo antiguo y lo moderno, lo anterior y lo más reciente. Frente a la actitud de los renacentistas o los románticos, hoy se suele preferir lo más cercano a lo más alejado en el tiempo, y de ahí que, por simple proyección de esta preferencia hacia el porvenir, se acabe considerando superior el futuro al pasado. Decir, pues, que la globalización es un fenómeno del siglo XXI -y decirlo, sobre todo, con tanto énfasis, cuando la realidad es que el XX no ha concluido- podría ser sin duda resultado de esa distinción doctrinal entre siglos cortos o largos o, incluso, de la mera constatación de que se está lejos de haber desarrollado aún el potencial de la liberalización de los flujos financieros y del comercio internacionales. Pero podría ser, además, una manera de predisponer a favor de la globalización -lo mismo que se hizo para la planificación- uno de los prejuicios más arraigados de nuestro tiempo. En concreto, el de considerar que la Edad de Oro no se localiza ya en el pasado, como sucedía con la Antigüedad grecolatina para el Renacimiento o con el origen colectivo e inconsciente de las culturas y naciones, según creía el Romanticismo. Para los hombres del siglo XX, la Edad de Oro se sitúa enfrente, está aún por llegar, y por ello ser parte del siglo XXI es siempre preferible a quedar varado en el anterior.

Consideradas las cosas desde esta perspectiva, la globalización no aparece entonces como un fenómeno entero y radicalmente novedoso, sino como expresión de una actitud ideológica que, a poco que se indague, contiene rasgos conocidos y familiares. En este sentido, rara vez se ha señalado la perturbadora coincidencia de la retórica de la globalización con la retórica política de los años veinte y treinta. Así, por ejemplo, cuando ahora se habla de nueva economía, no se está empleando el término nuevo en un sentido diferente del que se le asignaba hace tan sólo algunas décadas, al hablar del hombre nuevo o del nuevo Estado. En cada uno de estos casos, lo nuevo no era nuevo sólo porque era más reciente, sino porque marcaba un camino, supuestamente repleto de posibilidades; era nuevo sin riesgo alguno de obsolescencia. Tampoco se ha destacado con énfasis suficiente una segunda coincidencia, esta vez entre los argumentos que se empleaban para defender la planificación y los que hoy se invocan a favor de la globalización. Así, los avances tecnológicos y la inevitabilidad de los cambios económicos y sociales desencadenados por ellos sirvieron de coartada -según pusieron de manifiesto Hayek o Popper- a quienes optaron en su día por hacer reposar sobre el Estado la entera responsabilidad de la dirección económica; lo sorprendente es que esos mismos argumentos, repetidos palabra por palabra, sean utilizados ahora por quienes defienden la absoluta desregulación del mercado financiero y el comercio internacional.

Tal vez el hecho de que esta última corriente de pensamiento se haya alzado con el monopolio del término liberal, interpretándolo además a su conveniencia, está impidiendo ver que la filiación ideológica de quienes defienden la globalización es, probablemente, la inversa de la que proclaman. Contra lo que suele darse por supuesto, el núcleo del liberalismo no es económico, ni se limita al laissez faire. En realidad, esta consigna no pasa de ser una manera de aplicar a la esfera económica -una manera entre otras posibles- el principio más característico del pensamiento liberal. Para éste, lo decisivo, lo que traza la diferencia entre un régimen de libertades y otro que no lo sea, es la voluntad de construir el espacio público o institucional a partir de lo que es común a los individuos, transfiriendo al ámbito de lo privado todo lo que les diferencia, como la raza, el sexo o las creencias religiosas o políticas. Es en este sentido en el que el liberalismo entronca con una larga tradición de actitudes que daban una respuesta similar al problema de cómo gestionar las diferencias individuales en el interior de una comunidad. Actitudes, por ejemplo, como la del erasmismo, que, ante la diversidad de credos que propició la reforma protestante, defendía que los poderes de la época debían potenciar la religiosidad interior antes que las manifestaciones externas de la fe, ya que eran éstas, en definitiva, las que perturbaban la convivencia y conducían al enfrentamiento. O actitudes como la de la Ilustración, que identificó un conjunto de valores universales -propios e inseparables de cada ser humano por la simple razón de serlo- como procedimiento para diluir las diferencias estamentales y encontrar un terreno público de encuentro entre los individuos, basado en la noción de ciudadanía.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Hayek, Popper, o en fecha más reciente François Furet, han subrayado, en efecto, el carácter antiliberal que compartieron los totalitarismos nazi y comunista. Lo que no hicieron fue analizar el sentido concreto y específico en que ambas ideologías negaron el núcleo del pensamiento liberal, el procedimiento específico que emplearon para destruir esa forma de gestionar las diferencias individuales en el seno de lo colectivo, que el liberalismo compartía con el erasmismo o la Ilustración. Tanto Hitler como Stalin persiguieron una sociedad en la que los rasgos comunes a los individuos -esos rasgos sobre los que el liberalismo aconseja construir la esfera pública- lo ocuparan todo, de modo que se estrangulase la diferencia y no hubiese lugar para el ámbito privado; es decir, para ese recinto íntimo vedado al poder, donde cualquier persona puede ser lo que sea, tener el origen que tenga o hacer las opciones que desee sin perder en ningún caso el derecho a ser tratado en lo público con igualdad, sin agravios ni privilegios. Eso es lo que explica el que para los totalitarismos -sean de este siglo o de otros anteriores- la raza, el origen, la lengua, el credo religioso, las preferencias políticas o sexuales y hasta los hábitos alimentarios, la forma de vestir o de entender y disfrutar el arte acarreasen necesariamente consecuencias, de administrativas hasta penales o, incluso, psiquiátricas.

Con toda probabilidad, la lección sobre los horrores a los que condujo la agresión al liberalismo mediante una asfixiante hipertrofia de lo común ha sido aprendida. Ahora bien, lo que ya no parece tan seguro es que se haya adquirido conciencia de que esta agresión no es en realidad la única posible. De hecho, lo que la globalización podría estar proponiendo es una agresión exactamente simétrica a la del totalitarismo: en el equilibrio permanente entre las esferas públicas y privadas que recomendaba la doctrina liberal, es esta última la que -según los neoliberales- debe primar, la que corre el riesgo de ser hoy hipertrofiada hasta estrangular y vaciar de contenido todo lo que sea común a los ciudadanos. Así las cosas, ¿no resulta una inquietante obviedad el que, como no deja de señalarse con frecuencia, la globalización tenga que convivir cada vez más con unos nuevos fundamentalismos étnicos, religiosos, culturales o de cualquier otra naturaleza? ¿Acaso no es lógico pensar que la hipertrofia de lo privado acabará por conducir a una exacerbación de las diferencias y, por consiguiente, a una pugna entre comunidades y grupos humanos de nuevo cuño, para los que el Estado no representará ya ninguna instancia eficaz de mediación? ¿Y qué tiene de extraño, en este contexto, que la política sea despreciada?

Tal vez el extendido consenso acerca de la pertenencia de la globalización al siglo XXI -separándola del otro gran experimento económico de nuestro tiempo, la planificación- tenga como principal consecuencia la de impedir que se perciba el íntimo parentesco entre algunos de los procesos que han agitado los tiempos modernos, y que pueden volver a agitarlos. Corto o largo, la realidad es que el siglo XX se inauguró con una brutal agresión al núcleo de la idea liberal y es muy posible que se esté despidiendo con otra agresión de signo contrario. Porque la búsqueda de la Edad de Oro, se sitúe ésta donde se sitúe con relación al presente, suele ocultar con demasiada frecuencia una realidad muy distinta de la que se hace servir como señuelo; una realidad invariablemente marcada por los excesos. Confinados en el siglo XX los que se cometieron en nombre de la planificación, ¿existe alguna razón para pensar que el siglo XXI quedará libre de ellos gracias al experimento de los mercados globales?

José María Ridao es diplomático.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_