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Música para público de postín

Según cuentan, parece ser que Sting se ha propuesto dar un vuelco a la imagen de músico acomodado que se ha creado a su alrededor desde que emprendió su carrera en solitario. Aunque, viendo la calidad de su legado, va a tener que esforzarse y centrarse de nuevo en la composición, sin obsesionarse con los compromisos que abandera, para lograr el complemento ideal a sus canciones clásicas, que continúan encandilando a quienes acuden a sus recitales. Así sucedió, por lo menos, el pasado martes por la noche en el Palacio Euskalduna de Bilbao, adonde acudió con el ánimo de presentar las canciones de su último elepé en solitario, Brand new day, pero no olvidó repasar las composiciones más conocidas de Police (Roxanne, Every breath you take, Message in a bottle) y de su primera década en solitario (Englishman in New York, Fields of gold). De hecho, estratégicamente intercaladas con las nuevas, fueron las que mejor sabor de boca dejaron a quienes acudieron a un concierto que adquirió tintes de acto social.

Dicho carácter, entre festivo y de recepción oficial que no extraña en un espectáculo generosamente subvencionado, ya podía adivinarse en los alrededores del auditorio, donde se mezclaban numerosos políticos y futbolistas. Un público de postín para un artista que arribó al aeropuerto de Sondika en jet privado y se alojó en una suite de un hotel de cinco estrellas.

Ése fue el preámbulo de una actuación que comenzó con los matices étnicos que rezuma A thousand years, y continuó con la apariencia entre funki y soul pop de If you love somebody set them free. Sólo cuando acabó este tema, última oportunidad que tuvieron los fotógrafos de retratar a Sting, éste se dirigió por primera vez a los presentes con un escueto "¡Hola, Bilbao!" pronunciado en castellano para mejor comprensión de un público al que acabó agradando, más que con la palabra (sus intervenciones fueron frías y escasas), con su fusión de pop, rock, country, baladas, reggae, elementos funkis y jazzísticos, e incluso rapeados y toques latinos que le aproximaron por un momento al laureado Santana.

La gente aguantó en sus asientos hasta que, pasada una hora de concierto, el ritmo de Roxanne arrastró a más de un centenar de personas a bailar y jalear a su ídolo a pie de escenario. En esa zona se quedaron más allá incluso de que acabara la primera batería de canciones.

Pasados noventa minutos, la banda (completada con dos teclistas, un batería, un guitarrista, un corista y un trompetista que asumió el protagonismo con numerosos solos) se retiró del escenario para regresar sin excesiva demora, liderada por un Sting embuchado en una camiseta negra sin mangas que mostraba la musculatura que exhibe a los 49 años, dispuesta a abordar cuatro canciones más en dos tandas de bises que dieron pie a Gordon Summer a empuñar la guitarra.

Para relajarse tras la presión de los focos, la estrella cenó en uno de los mejores restaurantes de la capital y ayer realizó la inevitable visita al Museo Guggenheim, donde quizá logró alguna idea que inspire la decoración escénica de su próxima gira. En esta ocasión, el atrezzo consta de luces, telones y elementos móviles que representan desde abanicos a estrellas, llamas y lunas.

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