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Oshima recupera la fuerza subversiva de su juventud

ENVIADO ESPECIALLa competición, sin añadir nuevas obras excepcionales a las pocas que ha dado a conocer, mantiene sin embargo un nivel medio digno, en el que desentonó La boda, película rusa dirigida por Pavel Lunguin, que se dio a conocer aquí en 1991 con Taxi blues, una mirada desoladora al Moscú de hace una década.

Ahora Lunguin emigra de la capital a una pequeña ciudad minera del Cáucaso en busca de la misma desolación, y la encuentra, aunque su hallazgo, más que previsible, no sorprende ni emociona.

Mucha más entidad tiene la película francesa Los destinos sentimentales, dirigida por Olivier Assayas. Es un filme de tres horas que sigue el curso de la novela de Jacques Chardonne, escritor de gran audiencia antes de la Segunda Guerra Mundial, que tras ésta cayó en el olvido sepultado por la losa de su infame colaboracionismo con los nazis.

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El resultado del rodaje por Assayas, un experto en mover pequeños repartos y mínimos presupuestos, de un filme de gran volumen financiero y un reparto coral de medio centenar de rostros, ha sido sorprendentemente satisfactorio. La película está muy sólidamente construida y su complicada maquinaria funciona sin un solo chirrido.

14 años de silencio

Tampoco hay óxido en los exactos engranajes de la relojería visual de Tabú, en la que Nagisa Oshima, después de 14 años de silencio, tras los fracasos de El imperio de la pasión, en 1978; Feliz Navidad, mister Laurence, en 1983; y Max, amor mío, en 1986, recupera el pulso que perdió en 1976, tras su magistral El imperio de los sentidos, y da la medida del vigor subversivo que derrochó en este legendario filme y en otros precedentes como La ceremonia.

Cuenta Oshima una historia con pinta de verídica, aunque esté inspirada en una novela, en la que desvela las relaciones homosexuales que encubría el feroz machismo de los grupos militares samurais que fueron reclutados a finales del siglo pasado para combatir los primeros brotes de sublevación popular contra el feudalismo residual del Shogun, el poder imperial de Tokio.

La imagen, de gran belleza y precisión, abre en canal la convivencia dentro de aquellos ejércitos de élite y, en la captura del estallido de su violencia, la cámara de Oshima vuelve, después de un cuarto de siglo por debajo de sí misma, a situarse a su altura política y poética, y a ser la que fue.

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