Huyendo de una guerra ajena
Pese a tener el uniforme hecho trizas y los brazos y las piernas llenos de sangre por los desgarros de las zarzas, el comandante Phil Ashby emitió un solo gruñido en dos días de huida de los rebeldes de Sierra Leona en compañía de otros tres oficiales. "Fue el sábado pasado, cuando el Arsenal derrotó a mi equipo, el Chelsea, por 2 a 1", explica este oficial de la Marina británica, de 30 años.Los cuatro observadores de Naciones Unidas, que el viernes pasado hablaron por primera vez de su terrible experiencia, comenzaron su huida -un recorrido de 75 kilómetros- escapando a pie de su campamento asediado en pleno territorio rebelde de Makeni, a primera hora del viernes 5 de mayo. Ashby hizo una llamada telefónica a su mujer, Anna, que trabaja para el Foreign Office en Londres, y luego se perdió todo contacto hasta el lunes.
Dos semanas antes de su fuga, Ashby, junto con el comandante Andrew Samsonoff, de 26 años, el teniente coronel Paul Rowland -un ingeniero naval de 31 años- y el comandante David Lingwood, un oficial neozelandés de 37 años, había establecido un campamento de desmovilización en Makeni. "Nuestro campamento -en total había ocho- era el primero que estaba en pleno territorio rebelde. Lo creamos a mitad de abril, y habían acudido a él muy pocas personas. De pronto, el 1 de mayo, aparecieron 10 rebeldes que nos entregaron sus armas", cuenta el comandante Ashby, uno de los 15 británicos que formaban parte del grupo de observadores del desarme enviado por la ONU a Sierra Leona.
El movimiento rebelde, Frente Unido Revolucionario (RUF), calificó la entrega de armas de deserción. Trescientos rebeldes, convencidos de que los 10 hombres seguían aún en el campamento de la ONU -cuando, en realidad, les habían enviado de regreso a sus aldeas-, decidieron atacar. "Se produjo un pulso armado entre ellos y 50 kenianos que duró cuatro días. Los rebeldes empezaron a saquear el campamento y a incendiarlo. Tomaron a dos kenianos como rehenes", explica Ashby.
En su opinión, la situación en Makeni fue el detonante de la ofensiva rebelde contra Freetown, aún en marcha. "Tras matar a unos cuantos miembros de las fuerzas de paz, los rebeldes se consideraron en guerra".
Los cuatro observadores militares, desarmados, decidieron escalar el muro posterior de su campamento el viernes a las tres de la mañana y desvanecerse en la noche. Llevaban una radio de onda corta, un teléfono por satélite, un mapa, un dispositivo de GPS (sistema de localización global), una barra de pan, media lata de alubias cocidas, raciones del ejército precocidas y un litro de agua para cada uno.
El comandante Samsonoff cuenta: "Teníamos tanta sed todo el tiempo que, la verdad, no teníamos ganas de comer. Yo acababa de recuperarme de un brote de disentería y Phil había padecido malaria hasta dos días antes de comenzar el ataque".
"Yo conocía bien el terreno que rodeaba el campamento", añade Ashby, porque durante mis cuatro meses en Makeni había salido a correr casi todas las mañanas. Los kenianos nos cubrieron mientras escalábamos el muro, luego corrimos toda la noche y, hasta el tercer día de nuestra huida, permanecimos ocultos bajo arbustos durante las horas de luz, con cuidado de no mover la vegetación y hablando en susurros". "Nos encontramos con huellas del RUF en varias ocasiones: rescoldos recientes o una colilla todavía encendida. Cuando ocurría, permanecíamos muy quietos. Los únicos momentos de respiro nos los proporcionaba la radio".
Se quedaron sin agua después de la primera noche y el primer día, y no encontraron un riachuelo del que beber hasta última hora del domingo. "El peor momento", continúa Ashby, "se produjo cuando descubrimos que se había agotado la batería del teléfono por satélite. El aparato estaba en mi mochila, que me había servido de almohada; sin darme cuenta, había oprimido el botón de encendido".
El domingo por la mañana llegaron a la conclusión de que estaban tardando demasiado en hacer el recorrido previsto, 75 kilómetros, así que empezaron a viajar de día, en medio del calor y la humedad. Se encontraron con un granjero que les llevó hasta una persona que hablaba inglés y se ofreció a guiarles hasta llegar a lugar seguro.
"Conseguimos abrirnos camino hasta una zona de la que teníamos buenas razones para pensar que estaba controlada por las Fuerzas de Defensa Civil (progubernamentales). Cuando llegamos a la aldea fue como si la propia Reina hubiera llegado de visita". "Nos quitaron las botas y nos dieron unas chanclas. Nos dejaron la mejor cabaña del pueblo y colocaron fuerte vigilancia a su alrededor. Paul, que ha trabajado en submarinos nucleares, intentó hacer una batería para el teléfono. Reunió todas las pilas del pueblo y consiguió conectarlas. Pero, cuando intentamos llamar, el teléfono sonó dos veces y luego se apagó", cuenta Ashby.
"El lunes por la mañana enviaron al dueño de la única bicicleta del pueblo a alertar a la gente de la ONU, que estaba a 24 kilómetros. Luego escogieron el pollo más gordo para nosotros, lo mataron y nos obsequiaron con un desayuno magnífico. Cinco horas más tarde llegaron las fuerzas de Naciones Unidas".
Los militares tienen buenos recuerdos de su huida: la consideran una "experiencia enriquecedora". Pero Ashby dice que no olvidará jamás la amabilidad de esas personas anónimas, el granjero, el guía, los habitantes de la aldea. "Queremos enviarles nuestro inmenso agradecimiento. Si nos hubieran capturado, nosotros tal vez habríamos sobrevivido, porque, para los rebeldes, los blancos tenemos cierto valor a la hora de negociación. Pero el RUF no tendría piedad hacia quienes nos ayudaron, si alguna vez llegara a conocerse su identidad", concluye.
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