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Encuentros con ETA en la tercera fase.

El asesinato de José Luis López de Lacalle obliga, una vez más, a plantear una pregunta muy simple. ¿Qué sentido tiene que 25 años después de la muerte de Franco ETA siga existiendo y atentando? Aunque resulte extraño, la literatura sobre ETA no ayuda demasiado a la hora de conseguir una respuesta. La mayor parte de lo que se ha escrito acerca de esta organización terrorista se interesa por la historia de la organización, por sus orígenes ideológicos o por su discurso, sin llegar a explicar satisfactoriamente la lógica de su actuación. Más allá de las reacciones necesarias de dolor, rabia y denuncia, hace falta proporcionar un análisis estratégico que permita comprender la desconcertante situación a la que se ha llegado.Por lo pronto, es preciso descartar dos posibles explicaciones sobre la anomalía de ETA. ETA no mata por motivos espurios (en realidad, son una banda de mafiosos, diría el argumento) o por la simple locura de sus miembros (son una panda de psicópatas, de monstruos). Incluso si se concede que los terroristas son unos degenerados desde el punto de vista moral y político, esto no impide reconocer que actúan estratégicamente, tratando de conseguir los fines últimos que persiguen. Si fuera de otro modo, no podrían entenderse muchas de sus acciones y decisiones. ¿Por qué en unas ocasiones recurren al coche bomba y en otras al tiro en la nuca? ¿Bajo qué condiciones resulta provechoso realizar secuestros? ¿Cómo es que a veces les conviene atentar contra las fuerzas de seguridad y a veces contra políticos? ¿Acaso no lanzan de vez en cuando campañas especializadas contra empresarios, contra pequeños narcotraficantes, contra antiguos miembros de la organización? ¿Por qué decidieron parar en 1989 y en 1998? ¿Por qué ahora un veterano antifranquista?

Hay que tomarse en serio que, hasta cierto punto, la banda terrorista es un actor colectivo que busca racionalmente la consecución de un ambicioso objetivo, la independencia del País Vasco. La información que se ha ido descubriendo desde el final de la tregua permite, a mi juicio, distinguir tres fases en la estrategia seguida por ETA para alcanzar la independencia.

En un primer momento, todavía bajo el franquismo y bajo la influencia de las lecturas sobre liberación colonial, los etarras creían que podían derrotar al Estado. Sus acciones servirían para movilizar a capas crecientes de la sociedad hasta conseguir una insurrección en la que se obtuviera la independencia por la fuerza. Visto desde hoy, resulta algo delirante que alguien pudiera pensar tal cosa, pero en ese trance alucinatorio vivieron buena parte de las fuerzas opositoras al franquismo.

Llegada la democracia, ETA comprende la imposibilidad de vencer militarmente al Estado. Se inicia entonces un largo pulso con éste que llegará a su fin en 1998, cuando se declara públicamente una tregua unilateral e indefinida. En todo este periodo, la organización terrorista no pretende con sus atentados la rendición del Estado. Más bien, se trata de que la acumulación de víctimas convenza al Estado de que es mejor conceder la independencia antes que seguir con la estrategia de resistencia a ultranza. A lo largo de estos años, ETA conserva la esperanza de que en algún momento se produzca la ansiada negociación, que como muy bien ha documentado Florencio Domínguez Iribarren en sus trabajos sobre la banda, para ésta consistía únicamente en que el Estado cediera a las exigencias independentistas.

Si en este periodo ETA siguió realizando atentados y el Estado continuó sin ceder, se debe a que ambos actores tenían la expectativa de que el otro podría retirarse en algún momento. Los atentados hacen muy costosa la resistencia del Estado, mientras que la persecución policial y judicial de los terroristas hace muy costosa la comisión de atentados. Cada uno de los actores esperaba que los costes del otro sobrepasaran un cierto umbral, superado el cual el enemigo se retiraría extenuado. Se trata de lo que en los modelos económicos se llama una "guerra por agotamiento"' (war of attrition). Las partes están dispuestas a asumir los costes de continuar un periodo más el enfrentamiento si hay una probabilidad de que el otro se retire. Mientras ninguno de los dos se retire, la lucha puede continuar años y años, como ha sucedido en el caso de España.

Los primeros modelos de guerra por agotamiento se utilizaron para entender ciertas pautas de conducta animal. Se había observado que en la lucha por un territorio los animales practicaban este tipo de enfrentamiento. En contextos económicos, la guerra por agotamiento se manifiesta sobre todo en las guerras de precios en situaciones de duopolio. Si a un monopolio le sale un competidor, ambas empresas pueden tratar de expulsar del mercado a su rival bajando artificialmente los precios. Las dos empresas sufren en cada periodo de esta guerra, puesto que reducen los beneficios, pero les puede compensar si finalmente consiguen que el competidor se retire y se restaure el monopolio.

Algo parecido sucede con un terrorismo como el de ETA. El Estado se caracteriza por el monopolio de la violencia en el territorio dentro de sus fronteras, según una definición que ha llegado a ser aceptada poco menos que universalmente. Pues bien, si en un trozo de ese territorio surge un competidor, es decir, surge una organización no estatal que tiene el poder de realizar actos violentos, se habrá roto el monopolio y en consecuencia puede producirse algo parecido a la guerra de precios, sólo que ahora en lugar de bajar precios se tratará de cometer atentados y detener terroristas. Esta guerra por agotamiento, no hace falta insistir, es mucho más siniestra, pero sigue el mismo patrón estratégico que en el caso animal o en el caso económico. Permite entender cómo es posible que, siendo racionales las dos partes, queden atrapadas en esta guerra que a primera vista resulta enteramente irracional.

Los acontecimientos de los primeros noventa hicieron que ETA finalmente perdiera la batalla. La detención de la cúpula etarra en 1992 y la impresionante reacción ciudadana tras el vil asesinato de Miguel Angel Blanco son sin duda los dos hechos más sobresalientes de este periodo caracterizado por la creciente debilidad y aislamiento de ETA. A esto hay que añadir la llegada al gobierno del PP, que frente a la ambigua táctica utilizada por el PSOE, anunció públicamente la ruptura de cualquier contacto con la banda y se comprometió a no negociar nada que no fuera paz por presos.

ETA finalmente comprende que el Estado no va a ceder, pero en lugar de disolverse decide jugar la última carta, consistente en olvidarse del Estado y tratar de lograr la independencia con la ayuda de los nacionalistas no criminales mediante una política de hechos consumados. Si estos nacionalistas entran al trapo, se puede llegar a una situación irreversible en la que al Estado no le compense utilizar la fuerza para detener la independencia. Es una salida desesperada que permite alejar por un tiempo el espectro de la definitiva auto-disolución. Se trata de la tercera fase en la historia del terrorismo, y como en la célebre película de Spielberg, los del PNV llegan a dar la mano a los terroristas alienígenas. El contacto físico se produce e incluso parece que algún político del PNV es abducido durante un tiempo por los etarras. Ahora, como se desprende de los comunicados de ETA, la presión ya no se ejerce sobre el Estado, sino sobre los partidos nacionalistas.

Por muy buena voluntad que tuvieran los nacionalistas, lo cierto es que estas fuerzas políticas son responsables de haber accedido a dar una oportunidad a ETA cuando ésta se encontraba en un callejón sin salida en su enfrentamiento con el Estado. La jugada ha salido mal, la tregua se ha roto y se han producido nuevos atentados que resultan más anacrónicos y absurdos que nunca. Dado que la guerra por agotamiento con el Estado ya la ha ganado el sistema democrático, sólo queda que el nacionalismo no criminal rompa todos sus vínculos con ETA y su mundo, de forma que a los terroristas ya no les quede más opción que disolverse para siempre.

Siempre cabría la posibilidad de llegar a una cuarta fase. ETA podría seguir inventándose situaciones imaginarias que justificasen su permanencia. Por ejemplo, podrían considerar que incluso si también la tercera fase ha fallado, tal vez quede la posibilidad de alcanzar su objetivo organizando un enfrentamiento civil en el País Vasco. Dada la firmeza del gobierno en la defensa de los principios democráticos, está en manos de los nacionalistas impedir que esa cuarta fase se haga realidad.

Ignacio Sánchez-Cuenca es profesor de Ciencia Política.

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