Enemigos

Ya tenemos investidura y nuevo Gobierno de Aznar. ¿Qué cabe esperar: continuidad o cambio? Ambas cosas, pues mi sospecha es que se mantendrá la misma táctica autocrática, pero a la vez habrá cambios en el blanco estratégico al que apunta el poder. Para Karl Schmitt, el criterio demarcador de lo político es la relación amigo-enemigo, lo que implica la creación de un nosotros conflictivamente contrapuesto a un ellos antagonista. Pues bien, si durante su primera legislatura, Aznar eligió como enemigo a la base social y mediática del PSOE, para edificar en su contra una coalición que incluía a los nacionalistas catalanes y vascos (además de Anguita y la prensa adicta); ahora puede prescindir de aliados o amigos tan incómodos, en busca de una nueva coalición cuyo cemento cohesivo exige otro enemigo designado. ¿Significa esto que cesará por fin la cruzada antisocialista?: no necesariamente, aunque así podría sugerirlo el nombramiento como portavoz de Cabanillas. Pero, en todo caso, una vez anulado el ya inofensivo PSOE, había que designar otro enemigo de refresco. Y para eso nada tan creíble como Lizarra y los nacionalistas: por eso mantiene a Mayor Oreja contra Arzalluz y a Piqué contra Pujol y Maragall.Sé que Schmitt tiene mala prensa como protonazi, pero en su momento fue respaldado por Julien Freund o Bertrand de Jouvenel, y hoy lo reivindican autores tan respetados como el liberal Bernard Manin o la progresista Chantal Mouffe. Quiero decir con esto que no pretendo acusar a Aznar de neofranquismo ni nada parecido, sino sólo reconocer la astucia de su olfato político, que le lleva a encontrar el mejor enemigo exterior que pueda evitar las divisiones intestinas. Pero, con ser la principal, la búsqueda del consenso interno no es la única función que presta la designación de un enemigo externo. Además de eso, la hostilidad y el antagonismo producen tensión política. Y esto resulta esencial en una democracia de audiencia (como la denomina el mismo Manin), pues la política-espectáculo exige conflicto dramático, división en buenos y malos y, sobre todo, expectación, que no es sino el suspense por saber si al final ganarán los nuestros la partida.
En suma, el gobernante de la democracia espectáculo necesita programar una narrativa política preñada de tensión por el desenlace, a fin de mantener el interés y la atención del ciudadano espectador. Mucho más en los escenarios políticos de mayoría absoluta, inevitablemente aburridos por la falta de incertidumbre electoral, que constituye el argumento dramático privativo de la democracia parlamentaria. Por lo tanto, cuando la pugna gobierno-oposición está cantada de antemano, el interés político desaparece si no se busca otro equivalente funcional que pueda suplirlo. Es, por ejemplo, lo que ofrecen el populismo xenófobo o el nacionalismo maniqueo, que se inventan un chivo expiatorio para suscitar una hostilidad más atrayente que el aburrido consenso ofrecido por la democracia consociativa. Pues bien, Aznar lo adivinó pronto, y si en su primera legislatura eligió a Felipe González como chivo emisario (desatando en su contra una campaña de prensa que incluyó la compra masiva de medios), en ésta ya no podía repetir el mismo argumento narrativo, pues nunca segundas partes fueron buenas, y por eso ha designado a Arzalluz como su nuevo enemigo principal.
Y su astucia revela que Aznar escarmentó en cabeza ajena. Si Suárez falló fue porque su obsesión por consensuar con todos le impidió buscarse un buen enemigo, y por tanto su partido le estalló entre las manos. González sí supo buscarse enemigos designados, empezando por el Ejército sospechoso de golpismo. Pero optó por unirse a su enemigo, pues temía no poder vencerlo: así fue como el PSOE descubrió a la Guardia Civil, tolerando los hechos que se le acaban de probar al general Galindo. Por eso, privado de enemigos externos, González buscó algún enemigo interior: primero, Nicolás Redondo; después, Alfonso Guerra, y siempre Julio Anguita, con desenlace previsible desde 1992. Y Aznar aprendió tan dura lección.
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