Andar de médicos
Un día uno se encuentra mal. Es un dolor sin importancia. Casi una molestia. Nada. Así que uno -Ignacio, por ejemplo- acude al médico de cabecera. Uno llama por teléfono y pide hora y día. Es, pongamos, en diciembre. Una señorita muy amable le da día y hora. Y ese día, a esa hora, Ignacio aparece en uno de los 265 centros de atención primaria que hay en la Comunidad de Madrid. Hay un cartel que advierte que la hora es orientativa, que seguramente tendrá que esperar porque es muy difícil saber cuánto se tarda con cada enfermo. Y uno se sienta y espera. Tardará seguramente. Uno contará a uno de los casi 30.000 médicos con que cuenta Madrid las molestias, ese pequeño dolor, pongamos, por ejemplo en la garganta. O en el costado. O -Dios no lo quiera- en el corazón.El médico dará un volante para el especialista. Pongamos que para el otorrino. Así que Ignacio sale y se acerca al mostrador y pide nuevamente hora a unas amables señoritas. Y las amables señoritas le darán una nueva fecha. Para dentro de un mes. Y se lo apuntarán en un papel para que nada se le olvide.
-Vuelves al mes. Y te encuentras de nuevo los mismos carteles. Y ese dolor, ¿sabe?, no ha desaparecido. Incluso ha aumentado.
Uno -pongamos que Ignacio- llegará a Quintana, donde están las especialidades. Y esperará con el corazón en un puño, porque esa molestia continúa. Y siempre con la duda de si, por fin, dirán tu nombre.
-Porque te dicen que no te preocupes. Que no hay problema y que te sientes y esperes. Que te llamarán.
El especialista le ve a uno. Y le mira y le dice que hay que hacerle una tomografía axial computerizada (TAC), o una resonancia, o cualquier cosa de esas que asustan nada más pronunciarlas. Y le dice que baje y que pida hora para ir -pongamos- a la clínica Puerta de Hierro. Ignacio baja, cada vez más asustado. Y una señorita le toma el nombre. Y, muy amable, le dice que le llamarán a uno en su momento y que ya le avisarán. Y un día recibe una llamada y le dan una fecha para dentro de un mes. Ignacio lleva ya tres meses con el dolorcillo aumentando.
Esa misma noche, Ignacio ha puesto la tele y ha oído cómo el director territorial del Insalud, Albino Navarro, ha dicho que la lista de espera ha descendido. Y que ha pasado de ocho meses a 57 días. Ignacio siente alivio porque lo suyo -está claro- es sólo una excepción. No debe de ser grave.
Se entera de que en 1996, cuando el PP llegó al poder, había en Madrid 52.000 pacientes en lista de espera. Y ahora, ya con José María Aznar en La Moncloa, sólo hay 38.000. Y el señor Navarro ha dicho bien claro que "los que esperan más de seis meses para ser operados son cero". Qué bien.
Uno -pongamos que Ignacio- piensa que debe de ser un caso aislado. Y que también es mala suerte estar en ese 15% que espera tres meses para ser operado. Más o menos lo que piensa otra persona casi a la misma hora. Una persona -Antonia, por ejemplo- que ha leído en el periódico las declaraciones del director provincial del Insalud que asegura que nadie tarda más de seis meses en ser operado.
Ella -Antonia, por ejemplo- ha sufrido una de las más de medio millón de intervenciones quirúrgicas que se han registrado el pasado año. En 1999 pasaron por urgencias casi un millón de pacientes. Antonia acudió en el mes de mayo. Un cólico que hacía temer algo de vesícula. La dieron cita en el especialista para mediados de junio.
Fue el comienzo de un tedioso peregrinar de 11 meses por especialistas, centros, médicos, hospitales, ambulatorios, sin saber exactamente qué tenía. Con situaciones que, encantado, hubiera incluido Kafka en sus narraciones.
-No me vieron nada de vesícula, pero observaron que tenía un bulto en la garganta y me remitieron al endocrino, que me diagnosticó un bocio multimodular. Nuevamente me volvieron a dar fecha para el cirujano: el 29 de diciembre. Para que no tuviera que volver -y como favor personal-, él mismo me pidió nueva hora y fecha para que, definitivamente, me dieran quirófano.
Han pasado 11 meses desde que Antonia entró en urgencias. Es el mes de mayo y entra ahora en el hospital. Estará poco tiempo. Lo normal sería 10, 11 días tal vez. Pero la saturación de las salas -más de cinco millones de estancias en los 70 centros hospitalarios de la Comunidad- ha reducido la operación, el posoperatorio y la recuperación a tres días. No hay camas. Dicen las estadísticas que la ocupación es del 80% en las cerca de 20.000 camas de los centros sanitarios de Madrid
Las prisas no son buenas para nada. Y las prisas son las que hicieron, por ejemplo, que Ana fuera enviada a su casa sin la medicación adecuada y que a los tres meses, al volver a una revisión de rutina, se dieran cuenta de que nadie le había explicado que ahora tenía que tomar, de por vida, determinados medicamentos.
Pero Antonia ha tenido suerte. A ella sí se lo han advertido y por fin la han operado. Otros -pongamos que Ignacio- espera todavía ser llamado para su operación. Ha vuelto varias veces al especialista. Y cuenta que tiene fecha para Puerta de Hierro a finales de mayo. Llevará las radiografías -hechas hace ya seis meses-, el TAC que le realizaron hace tres. Y confiará en que el dolor, la molestia esa, no vaya a más.
-¿Usted cree que estas pruebas me servirán cuando vayan a operarme? En tanto tiempo el dolor puede haber desaparecido, haber aumentado o haber cambiado algo... yo que sé...
-Ni idea, oiga.
Algunos -pongamos que Ramón- lo tienen peor. En octubre de 1999, Ramón fue al médico por unos problemillas de alergia. Le mandaron un medicamento. A Ramón le extendieron una de esas más de 55 millones de recetas que se firman cada año en Madrid. Fue a la farmacia y pagó su parte de los más de 84.000 millones de pesetas que anualmente cuestan las prestaciones farmacéuticas.
Sin embargo, uno -Ramón, por ejemplo- toma sus medicinas y no siente alivio alguno. Hay que volver al médico. En noviembre, Ramón ha vuelto a pedir fecha para el especialista. Y a finales de enero ha recibido una carta con membrete del hospital general universitario Gregorio Marañón. Una carta que dice:
"El servicio de admisión de consultas internas le comunica que en este momento no es posible darle cita, quedando usted incluido en lista de espera para ser citado al servicio de alergia-consulta. Más adelante se le comunicará por teléfono o carta la fecha y hora de la cita".
Todavía no ha recibido notificación. Y alguien le ha comentado que posiblemente no le llamarán antes de un año.
El director territorial del Insalud, Albino Navarro, nada dijo de que hubiera espera para entrar en la lista de espera. Pero la hay.
A otros -pongamos Natividad- o a sus familiares, conseguir una cita les cuesta tiempo y andar. Natividad, por ejemplo, fue al médico en el pasado noviembre -hace ya seis meses- y le realizaron unas pruebas, pongamos que del corazón. Le dieron fecha para el cardiólogo en el mes de diciembre. Pero los calendarios los marca el diablo. ¿Quién iba a suponer que su médico estaría justo en esas fechas de vacaciones? Natividad no se lo imaginó. Se encontró con que la cita había quedado anulada.
Ahora, cada quince días su hija acude al ambulatorio para ver si consigue una nueva fecha. Y uno pueda ir al médico que le quite ese dolorcillo, esa molestia sin importancia. Dios -ay- lo quiera.
Hay niños que corren entre risas por los largos pasillos y mujeres morenas de pelo largo y negro, embarazadas y graves, que les gritan inútilmente. Hay muchachos morenos, el cabello brillante, vestidos de domingo: camisa blanca, abierta sobre el pecho, o negra, abotonada hasta el cuello. Y hombres con el sombrero bien calado, bigote canoso y un cierto aire solemne. Hay gritos. Y huele a sudor y encierro. Hay un niño que mama ausente a todo mientras su madre llama a Jonatán que venga, que le mata.En la sala de espera, junto a la escalera, en el Gregorio Marañón nadie sabe cómo, hay un montón de gente que espera, que se cambia con otros parientes los pases. Esos dos pases por enfermo y día, tan insuficientes para ver al amigo, al pariente que ha sido operado, que espera, que ha tenido un niño. Más de 50.000 partos y cesáreas se realizan en los centros sanitarios madrileños cada año.
Con que la gente va a ver, a felicitar, a interesarse, a condolorse con alguno del medio millón largo de enfermos que han pasado por los hospitales.
En la puerta hay dos vigilantes. Serios y adustos, paran a quien no lleve el pase. Se muestran inflexibles, conscientes de su mando.
-Es que he venido del pueblo, ¿sabe usted?, y tengo que irme mañana. A ver si puede...
Pero no puede. Es inútil rogar. Pelo en el corazón tienen los vigilantes. No siempre, porque ante ellos llega un hombre con alzacuellos. Sonríe untuoso y dice algo a los guardias, que, serviles, le ceden el paso.
-Cucha el cura. ¿Y a él por qué le dejan pasar?
El guardia no responde a la mujer de largas faldas. Otro hombre tercia en la conversación.
-Pues éste es un país laico, ¿eh? Ni curas ni nada. Somos todos iguales.
Hace el vigilante como si no hubiera oído. Y murmura bajito:
-Mucho listo es lo que hay.
Siempre hay trucos para todo. Hay quien se conoce una entrada por urgencias, en las que, a veces, no hay nadie vigilando. O se espera al familiar que baje la dichosa tarjeta y pueda uno subir unos minutos. Una vez arriba no pasa nada. Nadie te dirá que te vayas. Nadie se extrañará de las diez, de las doce personas que llenan la habitación con tres camas. Nadie se preguntará qué hacen grupos enteros charlando junto a las escaleras, niños de pecho, chavales correteando entre enfermos y enfermeras.
En la puerta la gente lamenta no tener dinero, no poder ir al centro privado en el que las visitas están siempre permitidas.
-Como si no pagáramos esto. Porque usted cobra de lo que a mí me quitan de la nómina, para que se entere.
El guardia, ni caso.
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