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¿Por fin la reforma del Senado?

Sé que para mucha gente hablar de la reforma del Senado puede parecer algo lejano y abstracto que tiene poco que ver con los problemas y las expectativas del día a día, pero lo cierto es que estamos ante un asunto crucial que atañe a la gobernabilidad del Estado en un momento decisivo de la construcción de la Europa comunitaria.El Senado actual ha sido y es el gran error de la Constitución. El gran cambio, la idea más audaz, la decisión más atrevida y la visión de futuro más clarividente de todo el proceso constituyente fue, sin duda, el desmantelamiento del viejo y reaccionario Estado centralista y su sustitución por un Estado de las autonomías que era de hecho un sistema federal, aunque no llevase este nombre. Por ello, el Senado tenía que ser un elemento clave para ordenar el proceso y, sobre todo, para hacer factible la negociación y la toma de decisiones de las autonomías, como ocurre en todos los sistemas federales que funcionan bien en el mundo entero. Pero entonces se cometió el tremendo error que nos ha condicionado hasta hoy: un Senado que no tenía nada que ver con todo esto, que no representaba ni a las autonomías ni a las ciudades, o sea, los motores decisivos de un Estado descentralizado, sino a las provincias, la división territorial más vinculada al viejo sistema centralista. No era ni es un Senado concebido con vistas al futuro, sino condenado a navegar por el pasado y que, de hecho, se ha convertido en una Cámara de reserva para que el Gobierno de turno tenga una carta a jugar si pierde la mayoría en el Congreso, como ocurrió con la Ley de Extranjería en la última legislatura. Eso es todo.

El gran error de entonces se debió a una pugna política poco conocida. De hecho, el proyecto de Constitución que redactamos los llamados siete padres preveía un Senado de carácter federal. El artículo 60 de aquel primer texto de Constitución decía que el Senado se compondría de "representantes de los distintos territorios autónomos", diez por cada uno de ellos y otro más por cada quinientos mil habitantes, los cuáles serían elegidos por las respectivas asambleas legislativas "entre sus miembros", con un sistema proporcional y por un periodo de tiempo igual a su propia legislatura. También se preveía la posibilidad de que el Congreso eligiese a su vez veinte senadores entre personas eminentes de la cultura, la política, la economía o la Administración.

Aquel artículo 60 del primer proyecto de Constitución -impulsado sobre todo por los socialistas y los comunistas de Cataluña y un sector de CiU que encabezaba Miquel Roca, y aceptado por el PSOE y el PCE- se fue a pique. La UCD pensaba entonces que su principal fuente de votos estaba en el mundo rural y en las provincias del interior. Preconizaba, pues, un Senado como el de la Ley de la Reforma Política de 1977, y al final impuso su criterio a cambio de aceptar que las elecciones al Congreso se celebrarían por un sistema proporcional. Así se cerró el asunto, mientras algunos miembros de la comisión nos echábamos las manos a la cabeza ante un error tan descomunal.

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Durante estos años hemos pagado un alto precio por este error y si creo que hay que emmendarlo lo antes posible es porque no podemos seguir jugando con cartas absurdas cuando tenemos ante nosotros el panorama de una Europa unida que a partir de la vigencia general del euro como moneda única entrará en la fase decisiva de su construcción. El Senado sólo tiene sentido si es un instrumento que representa a las autonomías y aumenta su peso -y muy pronto también el de las ciudades- en la toma de las decisiones políticas y económicas que nos han de llevar a la construcción de este nuevo espacio europeo, si contribuye a sumar esfuerzos e iniciativas entre las comunidades autónomas y entre las ciudades, si allana los caminos de la cooperación y de los programas comunes, si acerca a los vecinos en vez de alejarlos, si lleva al Gobierno a negociar con todas ellas y no a hacerlo una por una y sólo si son amigas del propio Gobierno.

Ésta tiene que ser su tarea principal y no ejercer de manera monótona como segunda Cámara, aunque sí deberá tener la capacidad de decidir y hasta de vetar las decisiones del Gobierno o del Congreso que le atañan como representante genuino de las autonomías. También tendrá que desempeñar un papel decisivo en el importantísimo asunto de la financiación autonómica. Asimismo, deberá ser un lugar de encuentro entre las diversidades y, por consiguiente, de uso normal de las distintas lenguas, oficiales y cooficiales, en su actividad institucional. En plena campaña electoral, el presidente del Gobierno, José María Aznar, decía en Barcelona que hablar de esto, o sea, del uso de las diversas lenguas en el Senado, era una "cosa de bobos". Pues bien, yo pregunto si tiene sentido que el Senado sea, como dice la Constitución, la "Cámara de representación territorial" y que a los senadores de los territorios con lenguas cooficiales se les diga que no tienen derecho a usarlas en ella, con la solemne excepción de una vez al año, que ya se sabe que no hace daño. Veinte años atrás todavía pesaban mucho las rémoras del pasado y los interrogantes del presente, pero ahora, cuando el sistema de las autonomías está consolidado, ¿quién integra más? ¿Los que entienden el pluralismo lingüístico como una riqueza a compartir o los que lo ensalzan de boquilla pero lo quieren metido en espacios separados y cerrados a cal y canto?

En fin, necesitamos un instrumento acorde con la realidad actual y, sobre todo, futura de nuestra sociedad. Y lo que está en juego es si esto se conseguirá pronto y se abordará con decisión o si continuaremos enfangados en el error de veinte años atrás.

Jordi Solé Tura es senador por el PSC-PSOE.

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