Viva la república
JAVIER UGARTE
Hay en Llodio un simpático grupo de republicanos que, año sí y año no -éste ha tocado que sí- consigue que en el Ayuntamiento de ese municipio vizcaíno-alavés (tierra fronteriza) ondee la tricolor republicana el 14 de abril. El pasado año, tras la inhibición de los grupos municipales (algunos se negaron en redondo, imagínense quiénes; otros lo demoraron; HB lo consultó, después de todo, era una bandera española), pues bien, tras la negativa de la corporación, la colocaron en una valla de una obra en plena plaza. El final fue un tanto ignominioso. Algún trabajador atareado la arrojó a un contenedor. Gajes. Forman ellos una pequeña república de amigos, de debate y comensalismo, diversión y actos de cultura. Gente simpática; gente agradable (no se confunda con lo que Sánchez Ferlosio considera variante risueña y aduladora de la mala educación). Lástima no sean más, piensa uno. Lástima no seamos más los republicanos de esa estirpe en este país de ceño fruncido.
Porque a este país -y hablo de España- hace tiempo que se le negó la oportunidad de un ideal laico y fecundo, desenvuelto y tolerante, abierto a las nuevas ideas y a la convivencia airosa de las gentes. La monarquía es algo a lo que nos hemos acostumbrado y que nos va bien hoy por hoy. Pero no encarna valor positivo alguno (salvo la gratitud que todos sentimos por su actuación el 23-F y su discreción política). Pero, ¿quién, excepto Anson, se proclama hoy monárquico? Desde luego, ni usted ni yo. Natural.
La República fue un ideal que creció en España frente al intervencionismo y el mal hacer de los Borbones precisamente. Cuando en Francia iban por la III República, en España se instauró la Primera (1873), idealista, en el peor sentido, y de corta vida. Una experiencia caótica, que desprestigió su nombre durante largo tiempo. De nuevo, con la torpeza y la deriva autoritaria de Alfonso XIII, el republicanismo recuperó adeptos. 1931 fue una fiesta. La gente se sintió, sin excepción (bueno, con las excepciones de siempre), plena de entusiasmo: al fin tendrían remedio los males del país (ni contigo ni sin ti...). La cosa no fue mucho mejor y al final la abatieron provocando una guerra. Pero tampoco su memoria creó una tradición que alimentara a las nuevas generaciones. Tal vez Azaña (va de retro, Jiménez Losantos). Pero, como Prieto le dijo mientras cenaban en casa Marichu tras uno de sus discursos más brillantes (3 de abril de 1936, siendo presidente con el FP), había tenido la magia de concitar adhesiones pero era un discurso vacío, sin ningún mensaje perdurable.
Esto me trae a la memoria otro discurso memorable, el de Thomas Jefferson (amigo, por cierto, del ilustrado Valentín de Foronda) un 4 de abril de 1801 al tomar posesión de la presidencia de EE UU. "Todos somos republicanos, todos federalistas", dijo. Y si alguno discrepa radicalmente, que lo haga, "dejémosle como monumento a la confianza con que puede tolerarse un error allí donde la razón está en libertad de combatirlo". Abogó por un gobierno prudente y frugal (y lo practicó), por la libertad de industria e iniciativa, por los derechos de los Estados de la Unión, la "honrada amistad con todas las naciones", y por el "completo vigor constitucional" que preserve los derechos civiles y la supremacía de la autoridad civil sobre la militar. Aquel espíritu republicano, reiteradamente traicionado, tuvo el vigor de inspirar a los abolicionistas del pasado siglo y a los defensores de los derechos civiles en éste. Fecundó y ha fecundado lo mejor de EE UU hasta la actualidad.
Tal vez haya que buscar en los márgenes de la política para encontrar ideas y gente fresca, desinhibida. Resucitar, quizá, el ansia republicana. A lo mejor, buscarlo en Llodio. Por qué no. Pero, por favor, que no nos traiga un discurso "ilusionante" ni pise por donde el buey pisa (lleva razón Mina: te pones hecho un asco), sino la ilusión de trabajar por algo que merezca la pena. La república, por ejemplo. Por qué no.
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