Crónica de violencia
La violencia doméstica contra la mujer no es precisamente un mal de nuestro tiempo. Pero ahora más que nunca, la sociedad tiene conciencia de que existe y de que no debe ocultarse por una mal entendida razón de familia. El proceso liberalizador de la mujer, su plena equiparación legal en derechos con el hombre y su cada vez mayor presencia en todos los frentes sociales, incluido el institucional y el político, no bastan para erradicar ese mal ancestral, aunque contribuyen a que se conozca en parte su pavorosa dimensión. Un número creciente de mujeres ha empezado a romper el círculo de la violencia mediante denuncias ante la policía o la justicia, pero, lamentablemente, son mayoría las que no se sienten lo bastante amparadas para dar ese paso y ocultan su infierno doméstico.La macroencuesta realizada por el Instituto de la Mujer con una muestra representativa de 20.550 mujeres confirma a grandes rasgos las estadísticas conocidas y pone sobre la mesa cifras escalofriantes: 640.000 mujeres declaran haber sufrido malos tratos a lo largo del año 1999, pero las cifras reales estarían en torno a los dos millones, puesto que, según la encuesta, son más numerosas las mujeres que se resisten a reconocer los malos tratos, a pesar de padecer insultos, amenazas o golpes. Sólo una mínima parte denuncia los hechos.
Este estudio sociológico clarifica mejor algunos aspectos hasta ahora menos conocidos o sólo presumidos. Había indicios, por algunos sucesos trágicos ocurridos en los últimos años, de que a la tradicional violencia contra la mujer por parte de su pareja había venido a añadirse una nueva: la de los hijos. Un 12% de las 640.000 mujeres que reconocen haber sido maltratadas lo fueron por sus hijos. Es un dato preocupante que apunta a situaciones internas de la familia, pero también a determinadas formas de educación.
Conocer las raíces de la violencia doméstica en la sociedad española, equiparable a la existente en la mayoría de Europa, es un paso esencial para poder combatirla. La dependencia económica de muchas mujeres o simplemente el miedo a su agresor explican que el maltrato perdure -al menos durante cinco años, según el 70% de las mujeres maltratadas- o que nunca aflore ni se denuncie. Ayudar a que se rompa ese silencio es tarea de los poderes públicos: es posible que ello exija reformas procesales o legislativas, pero es seguro que hacen falta redes de protección social mucho más sólidas. Es hora de que el rechazo social se materialice en políticas efectivas.