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Nacionalismo y eficiencia JOSEP RAMONEDA

Josep Ramoneda

¿Y el nacionalismo? No sabe, no contesta. Con cautela ha recibido el nacionalismo catalán los resultados del 12-M. A veces los cambios electorales son más superficiales de lo que parece. Pero las últimas elecciones vienen a confirmar dos tendencias ya conocidas: el desgaste lento pero seguro de Convergència i Unió, que sigue perdiendo votos elección tras elección, y la pérdida de hegemonía del nacionalismo ideológico. Se había percibido ya en otros momentos. Por ejemplo, en el debate sobre la ley del catalán que permitió romper el tabú lingüístico y que evidenció una desmovilización del ejército de intelectuales orgánicos del nacionalismo. Por ejemplo, en la cuestión del doblaje del cine, en que el Gobierno catalán se situó inmediatamente a la defensiva hasta rebajar significativamente sus pretensiones. Pujol ha expresado su preocupación por la falta de sentimiento patriótico entre las nuevas generaciones. Es quizá el más explícito reconocimiento de que vienen tiempos difíciles para el nacionalismo.No es el crecimiento del PP en Cataluña el dato más significativo. Es la ruptura de los tabúes de la transición lo que es relevante. Su máxima expresión ha sido el empate del PP con el PNV en el País Vasco, un empate que tiene valor de victoria porque todo el mundo sabe que el PNV se salvó gracias a la abstención de HB. Caía así un mito de la transición: el que afirmaba que sólo los partidos nacionalistas podían gobernar en Cataluña o en Euskadi. Que cualquier partido que aspirara a hacerlo debía asumir la clave nacional. Y estos procesos desmitificadores acostumbran a ser contagiosos.

A partir del 12-M ya no es evidente que las naciones periféricas sean sólo para los nacionalistas. No es descabellado pensar que después de unas elecciones anticipadas el PP pudiera gobernar en Euskadi. Y aunque la situación del nacionalismo catalán es muy distinta de la del vasco, a ambos les concierne el final de la cultura de la transición al que estamos asistiendo. En este sentido el nacionalismo está en una situación parecida a la de la izquierda: tiene que revisar los lugares comunes de su ideología porque han entrado en estado de obsolescencia manifiesta.

Los nacionalismos históricos se beneficiaron durante la transición de la asunción de sus reivindicaciones por parte del antifranquismo. Cuando llegó la democracia no sólo había conciencia de que era necesario encontrarle un encaje a Cataluña y las demás nacionalidades en la Constitución sino que imperaban una cierta sensación de deuda en la izquierda y un cierto complejo en la derecha, lastrada por su falta de legitimidad democrática. Cundió la idea de que Cataluña y el País Vasco eran territorios reservados. Sobre ella actuó el Gobierno socialista, a pesar de episodios como la LOAPA, que no se atrevió a desafiar a los nacionalismos políticamente cuando era fuerte y acudió a aliarse con ellos cuando era débil.

El PP, en éste como en tantos otros terrenos, ha perdido los complejos. Y se ha lanzado, sin miedo, al asalto del coto vedado de los que fueron sus aliados. Un análisis de la situación libre de los prejuicios de la transición le permitió elevar a categoría estratégica la sospecha de que las estructuras nacionalistas tenían brechas y que su hegemonización de la sociedad catalana y vasca era más una imagen consentida que una realidad profunda. Con el españolismo constitucional por delante, la lluvia fina no tenía por qué no penetrar en territorios menos bunkerizados ideológicamente de lo que parecía.

Hay que distinguir entre nacionalismo político y nacionalismo ideológico. El desgaste político de Convergència i Unió tiene mucho que ver con el largo periodo de gobierno. La gente pide responsabilidades al que manda, con dos billones de presupuesto para gestionar ya no cabe la coartada patriótica como argumento exculpador de todos los errores. Pero este desgaste es paralelo a un cierto eclipse social del nacionalismo ideológico. La propia Esquerra Republicana busca su crecimiento con un discurso sensiblemente desideologizado, muy atento a los problemas del día a día.

En realidad, es la ideología de la eficiencia -la ideología dominante en estos momentos, asumida sin escrúpulos por Aznar- la que está debilitando al nacionalismo ideológico. Sant Pancrás, salut i feina fue un hallazgo de Pujol que le ayudó a ganar por sorpresa en 1980 pero que ahora se le vuelve contra su ideología, porque el nacionalismo, que no sólo vive de pan, ha sido percibido como un obstáculo para el progreso económico del país. Pujol ha sido atrapado en el propio paradigma de la ideología de la eficiencia que, parafraseando a Galbraith, ha conseguido persuadir a muchos de que el mercado tiene una justificación superior a cualquier preocupación ética. Se fue san Pancracio y sólo queda salud y trabajo. Es parte de su propia base social la que abandona al nacionalismo, cuando este aparece como un obstáculo a sus expectativas en unos tiempos en que todo se mide por los resultados. Por ejemplo, en la cuestión lingüística. No es tanto el discurso del Foro Babel lo que ha llenado de sombras la política lingüística de Pujol (su valor ha sido sobre todo romper el tabú) como la insatisfacción de sectores de la burguesía y las clases medias catalanas, electores convergentes, que, arrastrados por la renovada ideología neocapitalista, han empezado a ver el catalán como un obstáculo para que sus hijos tengan la comodidad y fluidez en otras lenguas -el castellano y el inglés- que, conforme a la doctrina de la eficiencia, es lo único importante en el reino de la competitividad.

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El nacionalismo se debilita porque sus bases sociales han entrado en la tibieza patriótica. Hoy lo peor que puede ocurrirle a una ideología es parecer ineficiente, dar la impresión de que es un obstáculo que cuesta dinero inútil. La población castellanohablante ha aceptado la neutralización, ha creado sus espacios culturales y ha utilizado el catalán como lengua de status sin ningún complejo cuando le ha sido necesario para progresar. El nacionalismo pierde fuerza porque las relaciones sociales han cambiado (la burguesía catalana ya no es lo que era) pero sobre todo porque buena parte de la sociedad no percibe que los peajes del nacionalismo sean necesarios. Y todo esto ha ocurrido con el nacionalismo varado en su lenguaje y sus tópicos referenciales de siempre.

Si el nacionalismo quiere volver a ser hegemónico tendrá que demostrar su eficiencia. Tendrá que demostrar y convencer de que realmente mayores capacidades de autogobierno permitirían frenar los signos de retroceso que Cataluña emite. Porque aun siendo cierto que la mejor garantía para Pujol pueden ser los excesos del nacionalismo español de Aznar tengo la impresión de que en estos tiempos y en este país el choque de nacionalismos ya no será suficiente. Sólo si los catalanes con z que tienen la hegemonía económica en buena parte, aunque no el reconocimiento social, percibieran que España es ineficiente para sus intereses el nacionalismo podría hacerse una nueva salud. En tiempos actuales por la vía de la eficiencia todo puede colar, incluso la independencia, si se demuestra su utilidad. Es el lenguaje que hoy se entiende, como ha explicado Xavier Rubert de Ventós en un libro tan interesante como mal leído.

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