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Museos

LUIS MANUEL RUIZ

Es preciso recorrer la exposición monográfica que sobre Auguste Rodin organiza estos días el Museo de Bellas Artes de Sevilla para entender una cosa: que lo verdaderamente interesante no son, con serlo lo suficiente, los objetos expuestos, sino el público que se acerca a ellos. Exposiciones y museos constituyen ocasiones únicas para agazaparse en una esquina y comprobar el comportamiento de esos insectos maniáticos que son los seres humanos. Nadie, ni los organizadores, saben a ciencia cierta qué es lo que arrastra a los curiosos a aquel montaje salpicado de masas de bronce, alrededor del cual se mueven con la ausente precisión de un sonámbulo. Las personas acuden, en solitario o en grupo, consumen una serie de horas en éste y parecidos recintos deteniéndose frente a un lienzo, un muñón de marfil, un peñasco de mármol movidos por una intención oscura que dudo que nadie pueda desentrañar. Si se les pregunta, estos insectos recurren a conceptos nebulosos como el placer o la belleza, como si ellos aclarasen algo su curiosidad en vez de envolverla definitivamente entre brumas.

Lo que está en entredicho es el museo como despacho de cultura, como depósito último de un cúmulo de objetos y testimonios que no pueden sobrevivir fuera de él. Hay museos porque hay gente que acude a los museos, porque el arte se realiza para alimentar los museos. Bajo ese título indiferenciador se engloban instituciones muy diversas que en muchas ocasiones no comparten comunidad de intereses. En unos casos, el museo posee la función pragmática de conservar unas reliquias que sin las precisas normas de conservación acabarían por deteriorarse: así, los museos arqueológicos. Pero en otras, el museo se transforma en una especie de promoción cultural, un sello de oro con el que se marca a aquella clase de cosas que merecen pasar a formar parte del acervo de la civilización mundial, alcanzando una nueva categoría, el rango terrible y litúrgico del tabú.

Seguramente no haya nada tan opuesto al arte como esos aparatosos mausoleos, los museos. Aplastan, asfixian, obligan a pasar a las obras por el aro de una serie de premisas y de imposiciones que en muchas ocasiones matan su espontaneidad, que las convierte en una selección de precocinados convenientemente ordenados en hilera sobre la vitrina del supermercado. Sacado del taller, del bar, del parque o la calle, el arte se descontextualiza, se vacía de significado para adoptar ese otro mucho menos equívoco y flexible que aportan las salas con moqueta, las presentaciones oficiales, los ministerios de cultura. El impacto estético, las palabras que esos resultados de la gracia o del tormento aprietan entre los labios, queda domesticado, aparte dentro de un aséptico paréntesis que evite toda contaminación externa, que manche el arte con la sucia contingencia de la vida cotidiana. Los penes escandalosos de Egon Schiele, las voraces vulvas de Klimt, la fotografía masturbatoria de Mapplethorpe se soportan porque han pasado ese túnel de lavado, esa lejía de la conciencia que permite al padre de familia contemplarlo sin sentir escrúpulos. Y así podemos seguir gozando el arte y la cultura en comunidad, visitando cuantas exposiciones de Rodin hagan falta, hasta que un día choquemos con el urinario de Duchamp y se nos agüe la fiesta, y nuestra versión evangélica del arte se llene de caca y meados, como los niños pequeños, que también son de carne y hueso.

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