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Crítica:CÁMARA - CUARTETO DE TOKYO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Nuevos senderos

Los grupos de cámara nacen, se recomponen y mueren. Algunos quedan tan afectados en la segunda fase que no reencuentran su camino. El Cuarteto de Tokyo, en cambio, ha superado ya cambios en todos sus atriles excepto el de la viola, ocupado por el perenne y genial Kazuhide Isomura. Su última adquisición, el británico Clive Greensmith, sustituye al violonchelista fundador, Sadao Harada, que amén de un instrumentista excepcional representaba el elemento pensante del grupo. Uno de los alicientes de su doble visita a Madrid era, por tanto, comprobar cómo había afectado este cambio a la fisonomía y al sistema de pesos y contrapesos del considerado por muchos como el mejor cuarteto de cuerda del mundo.Su versión del Cuarteto op. 77 nº 1 de Haydn confirmó que Mikhail Kopelman, el primer violín, se mueve ahora con mayor libertad que cuando tocaba bajo la disciplina impuesta por Harada. Es él quien marca la pauta y echamos en falta la frescura o el impulso rítmico de su Haydn de antaño. Algunos desajustes y una tendencia a acrecentar la dinámica recordaron que el grupo afronta una fase con cambios ostensibles en su manera de tocar, como el empleo de un vibrato mucho más generoso que antaño. Y la escritura diáfana de Haydn es un altavoz que magnifica el más mínimo desequilibrio.

Cuarteto de Tokyo

Obras de Haydn, Debussy, Ravel, Webern, Bartók y Shostakovich. Auditorio Nacional. Madrid, 14 y 16 de marzo.

En el resto de los dos programas escuchamos obras maestras como el Cuarteto de Debussy; el Langsamer Satz, un último suspiro postromántico de Webern; el Cuarteto nº 6 de Bartók, una obra poblada de negros augurios, y el Cuarteto nº 9 de Shostakóvich.

En todas ellas el Tokyo estuvo de nuevo a la altura de su renombre. La mejor prueba del talento de Greensmith es la rapidez con que se ha adaptado a un grupo con una personalidad tan definida. Todas sus intervenciones solistas fueron impecables y, aunque con una manera de tocar muy diferente a la de su predecesor, contribuyó decisivamente al ambiente de apoteosis con que se cerraron ambos conciertos. Sólo cabe objetar quizás la ubicación del Cuarteto de Ravel a continuación de la obra de Bartók, que hizo de aquél un incómodo anticlímax.

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