CRÓNICAS Los que hacen falta JUAN CRUZ
Fue hace unos meses, en la sede de Abc, cuando este diario le entregaba a Juan José Millás el Premio Mariano de Cavia de Periodismo. Jaime García Añoveros, que estaba jovial y dicharachero en el asiento de enfrente, vestido como un caballero andaluz con frac, peinado con ese desmayo con el que hizo arrastrar muchos años su aire estudiantil y pícaro, puso mucho interés en conocer una historia: cómo habían sido los últimos tiempos de Juan García Hortelano. Hortelano, El Horte, un hombre al que quería todo el mundo, había dejado su empleo en Obras Públicas, donde puso orden y humor en el balance cultural de ese ministerio; la ilusión de esos años tras su jubilación era dedicarse en exclusiva a la escritura, y a la vida, pues en ambas cosas era un hombre que amaba el placer de las cosas bien hechas, de las buenas relaciones, y de la risa. Poca gente ha contado mejor las verdades y mentiras de la vida como este hombre que se inventó, incluso, identidades para la picardía literaria y también para la broma social: él fue quien desató la organización de una famosa entidad fantasma, Rumor, Sociedad Anónima, que lanzaba a un lado y a otro de la vida española de la transición chismes inofensivos, entonces muy famosos.
Y cuando Juan, El Horte, como le llamaban sus amigos, pero también como le llaman María, su mujer, y Sofía, su hija abogada, había tomado esa decisión de dejar el despacho por la vida, el aguijón que luego había de concluir su existencia le atacó salvajemente; luego le operaron, se recuperó con mejor humor que esperanza de los médicos, y aun vivió años con la evidencia de que, en efecto, merecía la pena estar en este mundo. En el curso de esa larga convalecencia, que él no vivió como tal, sino como una resurrección para siempre, o así la hacía parecer, un gran amigo suyo, Ángel Sánchez-Harguindey, de este periódico, le trajo primero a las reuniones culturales y después a las editoriales, en las que opinaba quedamente, desde un rincón animado.
Hortelano era, invariablemente, un contertulio sabio de los martes, y ese espacio de vida que le daba la reunión con los otros le retrotraía a viejos tiempos, en los que él era también sus amigos, una peña que, aun diezmada, sigue siendo convocada ahora por la memoria de los que fueron de sus mejores tiempos: Ángel González, Alberto Oliart, J. M. Caballero Bonald...
En aquella ocasión, en la sobremesa de Abc, García Añoveros se interesó por esos tiempos finales, de humor y conversación, de Juan García Hortelano. A este cronista le extrañó algo la pregunta, como si fuera retórica: él mismo acompañaba a Juan en aquellas excursiones hasta Miguel Yuste, le estimulaba a hacer el viaje, y nos decía, entonces, que esos momentos eran los mejores del autor de El gran momento de Mary Tribune. Pero aun así le respondimos, le hicimos esa crónica de lo que nosotros recordábamos de aquel hombre espléndido que murió en abril (de 1992), y luego Añoveros siguió viviendo la cena como un chiquillo, que es lo que fue casi hasta el final. Supe, después, que aquel hombre que hacía esa pregunta sobre las semanas últimas de Hortelano estaba también amenazado por la inmediata y más terrible amenaza, que se cumplió el miércoles, en Sevilla, donde por cierto nosotros, en medio de aquel apogeo incomprendido que fue la Expo, supimos de la muerte de García Hortelano...
Mientras hizo aquella pregunta, en su propio final, jamás pude ver a Añoveros en medio de zozobra personal alguna, como si su lucha personal contra la inminencia también tuviera que ser un secreto duelo suyo con la vida; pidió libros, afirmó haberlos leído, fue franco y hasta brutal, pero siempre brutalmente sensato; en las reuniones pedía la palabra al principio, para ocultarse en el silencio cansado de las últimas medias horas, y jamás dejó que su propia melancolía cubriera el entusiasmo o la vitalidad de los otros.
Y nunca, desde aquella pregunta, pude dejar de asociar a Jaime con Juan, a Añoveros con Hortelano, por algo mucho más profundo que por esa coincidencia de la vida: porque ambos, como eran, son gente que nos hace falta, muchísima falta.
Babelia
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