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De un tirón

Oí o leí, no recuerdo dónde, ni en boca o en tinta de quién, y de esto hace mucho tiempo pero recuerdo cada palabra, que "el único indicio completamente fiable de que estás leyendo un buen relato es tu convencimiento de que te será imposible dormir sin acabarlo de leer". Sería una exageración dar a esto anchura de norma: "Sólo es un buen relato el que se deja leer de un tirón", cuando no hay velocistas de la retina que sean capaces de leer así a tan evidentemente buenos relatos como El Quijote de Cervantes o el Ulises de Joyce. Con frecuencia, un buen relato pide arritmia, parsimonia y sentido del sorbo, un paladeo de palabras antes de cerrar provisionalmente el libro para luego, desprendido ya el recuerdo de su sabor, volver a abrirlo y reanudarlo donde lo interrumpimos con el aliento del comienzo crecido.Luego he oído decir que la lectura de un tirón, cuando no es una costumbre de desocupados, es una manía de cinéfilos, de gente con el gusto formado y deformado por la contemplación -ésta forzosamente de un tirón, salvo cuando se ven sus cadáveres por la televisión- de las películas. Es posible que haya algo de verdad en esto. Las películas se devoran en un banquete sin interrupciones y esto marca el paladar de su devorador, al menos en lo relativo a la resistencia ante la cantidad: conozco cinéfilos capaces de sentarse ante una pantalla durante auténticas eternidades y sé de uno que vio de un tirón sin pestañear las 16 horas de la Soah integral de Claude Lanzmann, hazaña del aguante humano para la que hace falta desarrollar callos en las raíces bíblicas de la paciencia.

Lo que parece innegable es que hay relatos escritos (aposta o no, es lo mismo) para ser leídos de un tirón, pues sólo así, leídos sin cerrar los ojos, se puede sacar de ellos el zumo de tiempo que esconden. Y esto no tiene siempre forzosamente que ver con la extensión de lo escrito. Recuerdo que me costó varias idas y venidas recorrer de principio a final las 20 ralas páginas del relato donde Malcolm Lowry incubó las 600 de la espesura de Bajo el volcán, y en cambio leí la abrupta y enorme novela final, deducida de aquel cuento, de un solo tirón, sin poder librarme ni un maldito instante del perverso y atosigante humo de su borrachera. Y algo parecido sucede con algunos relatos cortos que William Faulkner alargó en novelas. Por ejemplo, la versión larga de El oso es más fácil de leer con una sola mirada que el cuentecito de donde procede.

Ocurre algo hondo e impreciso, a medio camino entre el bebedizo épico y el laberinto hipnótico de los enigmas, cuando se hace imposible abandonar mental e incluso físicamente un relato una vez que se ha comenzado su lectura. Volví a percibir el tirón de este sagrado imán hace tres o cuatro días, cuando cayó abierta en mis manos La fiesta del Chivo de Vargas Llosa y comencé a leer en tanteo la primera página. Llegué, ya en lectura firme, a la décima y, al ir a doblar la esquina superior de ésta para recordar el punto de abandono del libro, aborté sin apenas darme cuenta el gesto, y seguí leyendo sin parar, noche toledana incluida, hasta la página 518, donde el asombro se acaba, el relato te desamarra de su secuestro y te deja ir a otro asunto, a otra urgencia, a otro tirón.

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