Llocada venturera
Hubo un tiempo en que las gallinas eran animales. No habían pasado por las ingenierías de su reconversión industrial para ser piezas aún no metálicas de una cadena metálica de producción. Ahora se fabrican huevos y gallinas, cotizan en bolsa y los grandes manufacturadores se autocoronan, como pequeños napoleones, reyes de pollos. Antes, el soberano califa del gallinero sólo podía ser el gallo con sus diademas rojas de papadas y crestas, con cuya comunión hacían niños guapos. Vestidas con sus plumas y todo, no embutidas en un traje de plástico, irracionales, pero tan domésticas que los humanos habitaban entre ellas. En este tiempo asumían su excelsa condición de madres -Si no hi haguera lloques no hi hauria polls-, debidamente cubiertas por un vanidoso macho: Tu, pollastre fanfarró, capità de les gallines.Era el momento, por ahora, de pasar del omplir d'ous el galliner a la bona pollera; pasaban del nutricio "Tita! Tita! Tita!; les entraba la calentura de su singular parto interruptus, por capítulos. La Luna vella se mostraba favorable; se depositaban, en su honor, en las pajas del nido, un mágico número impar de huevos, que llegaban a su sazón al incubarlos la lunar lloca veintiún días, un maravilloso mes lunar; hoy sería un día propicio, la fiesta de santa Felipa, de philos hippos, amiga de caballos, pero que dio una llocada de doce hijos a su Renato II de Lorena. Como callejeaban, las gallinas, y paseaban por campos y barrancos, alguna se despistaba, escondía sus puestas -personifica la avaricia-, desaparecía y regresaba la pródiga lloca venturera con la sorpresa de una numerosa llorada bajo sus alas -Com fa la lloca/ esos fills coloca/ dejas eses ales- para alegría desbordada de la casa, porque les penes són no tindre su, morir-se el bou i la llocada.
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