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CRÓNICAS Los otros tiempos JUAN CRUZ

Juan Cruz

Claro que no fueron mejores para la literatura, pero entonces éramos más jóvenes y creíamos, sobre todo, que el tiempo sería mucho menos implacable. Todo parecía empezar, porque todos empezábamos, y era el final, todavía, de los años sesenta. Coexistían, de pronto, en aquel tiempo todavía irrompible, gentes que se iban definitivamente, tendencias que eran sepultadas por inservibles, con el nacimiento de mundos nuevos, de jóvenes creadores que se iban a comer el mundo. Los jóvenes creadores tienen ahora entre cincuenta y sesenta años, recuerdan aquel tiempo, piensan que hace ya demasiados años, pero supongo que tienen en la memoria, si son creadores literarios, algunos nombres gracias a los cuales fue posible aquella irrupción repentina de sus nombres y de sus obras en los circuitos literarios españoles.Algunos nombres -Pérez Minik, Masoliver, José Luis Cano- asumieron ese papel de acogida desde la experiencia de lo que supuso para este país la ruptura cultural de la guerra civil; desangrada por el exilio la creación literaria española, ellos fueron muy conscientes del riesgo de que España no revitalizara y no estimulara desde los distintos medios -y entonces Ínsula, donde estaban Cano y Pérez Minik, era un instrumento destacadísimo- la aparición de nuevos nombres y de nuevas incitaciones, españolas y extranjeras.

El sentimiento que definió aquella acogida, del que se benefició tanto la generación del cincuenta como la generación del setenta, fue el de la generosidad; se dejaron de lado tachaduras por adscripciones literarias de un signo o de otro, y se leyó de todo en todo momento, y sobre todo se propició la irrupción de la mayor autocrítica a la que se haya sometido en estos últimos cincuenta años la literatura española: el desafío que le supuso el boom latinoamericano.

Fue una fiesta literaria en la que coexistieron, en un momento determinado, dos grandes suplementos de libros; el de Informaciones lo dirigía Pablo Corbalán, ya fallecido también, y tenía como lugarteniente al jovencísimo Rafael Conte, que por fortuna sigue campando con su gusto literario y con su actitud sin reservas a favor de la literatura y de la gente. El otro suplemento de libros que consolidó las apuestas de la época era el que hacía Dámaso Santos en Pueblo. Ahora ha fallecido Dámaso Santos -ayer glosaba aquí su figura Miguel García-Posada, compañero suyo durante tantos años en la directiva de la asociación de críticos españoles- y con su fallecimiento muchos hemos sentido que en efecto aquel tiempo del que hablamos es ya un enorme, quieto, sólido pasado.

Los que no conocíamos a Dámaso Santos y veíamos desde provincias aquel periódico atrabiliario y a veces escandaloso que era el diario Pueblo -si le despojaban del sindicalismo vertical hubiera sido un periódico anarquista- podíamos imaginar a un gran santón en un despacho madrileño, mandando en la circulación de los viejos y de los nuevos genios. Lo que distinguía, sin embargo, tanto a Santos como a Corbalán -y a Conte, que felizmente sigue con nosotros- era una actitud bien distinta a la de los santones, pues requerían la presencia de escritores o colaboradores inéditos y no preguntaban sino una vez por la procedencia de los que se les acercaban: les bastaba saber que entre los recién llegados hubiera vocación, rabioso amor por la literatura, eso que Mario Vargas Llosa acaba de decir que da vigor y libertad a la manera de estar en la vida.

Dámaso Santos era un hombre, un lector vocacional, un personaje generoso que jamás se dio por vencido, ni cuando el tiempo convierte a la salud en un hilo precario del que es imposible asirse si no es por la voluntad de no despedirse; pero la vida es amar y despedirse, y ahora, después de amar tanto los libros, Dámaso Santos se ha despedido.

Durante muchos años, en los últimos tiempos, asistí a su trabajo como ávido lector de inéditos de jóvenes autores que se acercaban al mundo editorial con el temblor imprescindible para seguir escribiendo aunque te rechacen. Dámaso era una amenaza para los editores: quería que se publicaran todos los originales, de todos hacía informes favorables, a todos les hallaba una vertiente noble o prometedora, y en todos sus despachos añadía una coletilla que, más o menos, venía a decir: "yo me arriesgaría".

Es lo que hizo él, cuando vio llegar a los nuevos escritores gallegos, a los nuevos narradores andaluces, a los nuevos narradores canarios: les dio la primera página, algunas veces incluso los inventó, los puso por encima de sus cotas, pero armó el ruido suficiente como para hacernos creer que aquél era un tiempo bendito. Bendito porque había gente como él.

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