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Ibarrola MIGUEL GARCÍA POSADA

Al escultor Agustín Ibarrola le han apedreado y malpintado la casa. Ya antes le habían cortado algunos de los árboles de sus instalaciones naturales. El integrismo siempre es igual. Le quemaron los libros a Don Quijote y se los quemaron siglos más tarde a los alemanes inteligentes, como les malpintaban sus casas a los judíos. Hace algunos años unos patriotas españoles -fascistas alimentados por los gobiernos de la dictadura- quemaron obras de Pablo Picasso en la galería Theo de Madrid. Cuando algunos ponen en duda la utilidad del arte, estos y otros ejemplos suenan como un aldabonazo para recuperar el sentido común. Ibarrola molesta, él y su arte, porque éste no es nada sin su creador. Así se va haciendo la historia: entre construcciones y destrucciones. Éstas, en todo tiempo, han procedido casi siempre del mismo lado. Donde hay un integrista hay una tea preparada. Los integrismos son todos idénticos: nazis, estalinistas, shiíes, ultraliberales, testigos de Jehová... Durante la guerra civil, los carlistas quisieron fusilar a Baroja por impío; sus legítimos herederos le apedrean la casa a Ibarrola. Mientras tanto, el gran hijo de carlista -el gran hijo por antonomasia- busca excusas aquí y allí para justificar todo lo injustificable. Y si tiene que mentir, miente con toda naturalidad. Y jamás rectifica. Cuando se desistió de llevar el Guernica al País Vasco por razones de conservación, pronunció una de sus muchas frases tristemente memorables: "Las bombas para nosotros y los cuadros para Madrid". Madrid, la ciudad bombardeada durante tres años, la ciudad sin defensas naturales ni cinturones de hierro -¿eh?-, que resistió el asalto enemigo hasta que fue vencida por el amor equivocado. Todavía no se ha desdicho de la frase este Moisés de chapela. Ni se desdirá. Como no se ha desdicho de otras frases que, pronunciadas por Haider, hubieran provocado el desgarramiento de todas las vestiduras: eso del Rh negativo y el tamaño de los cráneos. Tienen razón quienes afirman que en el País Vasco se está viviendo en un Ejido permanente. La divisoria la establece la adhesión o no a una raza. A las cosas hay que llamarlas por su nombre porque es la única manera de que no perdamos el sentido común. Ese que pierden día sí y noche también los dialogantes, los que no quieren oír hablar de la violencia y se les secan los labios diciendo "paz". Hay paz cuando hay guerra, pero la guerra es cosa de dos, y aquí los que matan y chantajean son unos, siempre los mismos. Las víctimas del terror -no de la violencia- están en lo cierto cuando se quejan de las frialdades, los talantes negociadores, los gestos simbólicos que no lo son tanto.

Por extraños vericuetos conceptuales, el viejo carlismo foralista se ha reencarnado en una gente que quizá no lo sabe (alguna no lo sabe), pero lo siente. Y aquí nos hallamos el resto de los españoles -perdón, del Estado- asistiendo al insoportable espectáculo de los tiros en la nuca, los coches bomba y los secuestros. Por Dios y por la santa tradición hay que hacer lo que sea. Pero, sobre todo, hay que acobardar al inteligente, al pensante, a los Ibarrolas de turno. A ver si con un poco más de encono se acaban yendo del País Vasco y dejan el terreno expedito a los vascos de verdad, errehacheados y craneales de metales duros. Durante el franquismo uno de esos verdaderos vascos era portero de la selección española de fútbol y dirigía el rezo del rosario. Hoy es miembro de Herri Batasuna y cantará a menudo el Eusko gudariak, mientras el rosario le rebulle en los fondos del pantalón.

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