Progreso
FÉLIX BAYÓN
Lo de El Ejido evidencia que la civilización no siempre acompaña a la riqueza. Ante ese estallido racista no caben disculpas. Que aquello era un polvorín se sabía hace años, aunque las autoridades pretendieran ignorarlo: ONG, sindicatos, organizaciones religiosas y hasta estudios académicos -existe una amplia bibliografía al respecto- venían anunciándolo.
Es prodigioso que la mayor parte de los magrebíes haya logrado mantener la dignidad: hacinados en chozas como animales, mal pagados, despreciados, lejos de sus mujeres y de sus hijos... En cambio, no se puede decir lo mismo de una significativa parte de los habitantes autóctonos de El Ejido, que viven confortablemente en una de las ciudades de mayor renta de Europa, rodeados de los símbolos de la riqueza súbita: muchos Mercedes y BMW por las calles, abundantes burdeles, un buen número de bingos, decenas de sucursales bancarias y ningunas ganas de barnizar tanta opulencia con cierto lustre de cultura y buenas maneras.
En estos años, han sido muchos los que han mirado para otro lado. La inspección de Trabajo -dependiente del Estado- no ha querido ver lo que todo el mundo sabía: que los trabajadores inmigrantes ganaban la mitad, incluso menos, que los trabajadores españoles. Para que no se encareciera la mano de obra, se mantenía una buena reserva de inmigrantes en situación de ilegalidad, cuya existencia -evidente- era ignorada por la Policía.
Por lo menos, lo de El Ejido puede servir para que saquemos conclusiones de lo que no hay que hacer. Y quizá los propios habitantes de El Ejido -incluso, los más brutos- obtengan interesantes enseñanzas. Estos días, después de la huelga que ha seguido al expolio, se habrán terminado de dar cuenta de que su prosperidad -si se puede llamar así a la hortera opulencia de la que gozan- depende de los magrebíes.
Quizá no merezca la pena utilizar el argumento de la solidaridad. Basta, quizá, con tener en cuenta los intereses que nos atan a ellos. En este país, envejecido y sin niños, nuestras pensiones de jubilación dependen de los inmigrantes. No les hacemos un favor: nos lo hacen ellos a nosotros creando prosperidad y riqueza con su trabajo y garantizando nuestro futuro. Los que contratan a ilegales sin darles de alta en la Seguridad Social ni dar cuenta a Hacienda de sus ingresos no sólo defraudan a los inmigrantes: nos defraudan a todos.
Es justo, pero también es útil, integrar a los inmigrantes: y eso significa proporcionarles viviendas, facilitar que traigan a sus familias y que sus hijos vayan al colegio. Si viven de manera respetable, les resultará más fácil hacerse respetar. Pero no son sólo ellos los que necesitan integrarse: todos tenemos, a toda prisa, que aprender a integrarnos en esa sociedad mestiza.
Excepto que estemos dispuestos a empobrecernos y a renunciar a nuestras pensiones de jubilación, debemos de aprender a convivir con gentes que hablan otras lenguas, comen diferente, tienen otros dioses y, además, se los toman muy en serio. Luego, de la resignación podremos pasar al goce: al comienzo, el encuentro entre culturas diferentes echa chispas, pero termina siendo muy fértil. Lo mejor de Andalucía se logró, precisamente, gracias al mestizaje.
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