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Tribuna
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¿Nos gusta?

Decía Gabriel Jackson, en un artículo reciente publicado en este periódico, que no hallaba explicación para el fenómeno del terrorismo vasco. Ninguna de las razones o circunstancias que podían argüirse para otros desastres similares hallaban equivalencia en tierra vasca. No es el único en pensar así. Yo mismo, que no soy precisamente un observador foráneo, no hago sino repetir con variantes eso mismo, y de verdad que estoy un poco harto. No hay razones por tanto. Pero como no podemos renunciar a hallar explicaciones y nos resistimos a admitir que pueda existir algo que no las tenga, henos aquí volcados a encontrárselas a un desastre en el que, como dije una vez, la relación causa-efecto puede hallarse invertida. Este dedo primero sangra y luego se hace el corte. Pues bien, vayamos a por el corte.Cuando hablamos de razones nos referimos por lo general a explicaciones que encierran o sugieren una terapia. Las razones suelen ser conativas. Y suelen ser nobles, de pareja equivalencia a la altura de la tragedia, a la que tratan de restituir al ámbito de lo humano. También las razones de que voy a hablar aquí señalarán una terapia. Pero como nobles no son, porque tampoco yo encuentro razones de esa índole, no tengo más remedio que reconocer que serán innobles, mas serán razones. De opereta pasada por el Callejón del Gato acaso. Y con mucho polvo de arroz en las caras, mucha zurikeria que decimos en euskera, y mucha cobardía, para que así las flores rojas del agravio destaquen más entre tanto albayalde de clown. Lo vimos bien en la última huelga general, con aquella puesta en escena repleta de tapados, o de momias, o de penitentes con sudarios post-post y capirote. Todo muy blanco, como la misma escenificación de la nada, aunque quería ser la escenificación de la entrada en sociedad del terror, presente ahora en las calles por si alguno no se había dado cuenta.

Recuerdo que ese día una amiga me dijo que esto no tenía remedio, y yo, para su sorpresa, le reconocí que no, que no lo tiene, y que no lo tiene porque nos gusta. Fue una respuesta a botepronto, apenas pensada, pero una reflexión posterior no me la hizo descabellada ante el espectáculo cotidiano de tanto amateur del exabrupto, la coacción y la farsa. Sí, creo que nos gusta esta excitación, y que todo responde a una patología de nuestro talante. Los malos no son los políticos, en contra de lo que solemos afirmar; los malos somos todos nosotros, y los políticos no son una excepción, sino flor natural de una anomalía de diagnóstico incierto. No quiero recalar aquí en patologías médicas. Esas calificaciones sólo sirven para ahogar el fenómeno y dejarnos tranquilos tras arrojarlo al diván como a una muñeca muerta. No, ese fenómeno no requiere de psicoanalistas, sino de espejos cóncavos, de parodistas, de ironistas, de artistas en definitiva. Hay que desmontarle al vasquito su teatro, en lugar de cantarle el gori-gori.

Pues el gori-gori ya se lo canta él a todas horas. ¡Qué espécimen! Nada en la autosatisfacción más absoluta y ha hecho de la vida un artificio para acrecentarla. Siguiendo el proverbio de que todo lo que tiene nombre existe, él se pone nombres y santaspascuas: perfecto. Y como todo ser perfecto ha de marcar su diferencia, no se arredra si para demostrarla hay quienes se dedican a sembrar la muerte. ¡Oh!, sí, pondrá visages cuando eso ocurra, pero después ya se encargará de los pañitos calientes. Con los visages se sentirá compasivo; con los pañitos calientes, generoso; con el horror, protagonista y sujeto central de la Historia. ¡Mayor exaltación! Pero no se da cuenta de que es también un cobarde, y que esa es la verdad que destruye todas sus máscaras albinas.

Lo vi hace años y se lo dije a un amigo: "Míralos a todos con su toallita al hombro en esta mañana radiante como de Antibes; pero ayer esta ciudad parecía al borde del caos". Les había rozado el desastre necesario para ser, un desastre que al día siguiente ya no significaba nada. Sólo esa excitación, esa misma excitación de hace unos días, como si el tiempo se hubiera detenido en un pasado cada vez más remoto y nada se hubiera modificado, se modifique o se vaya a modificar. Pero ellos, nosotros, no necesitamos del cambio. Nos basta con nuestra perfección. Y la farsa viene a recordárnosla puntualmente.

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