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Tribuna
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Contra la razón de la fuerza

Lo llevamos diciendo, repitiendo, machacando desde hace mucho tiempo: El Ejido es un polvorín en el que la mezcla de racismo, desprecio a los pobres, ghettización de los inmigrantes, irresponsabilidad de los cargos elegidos, complicidad no confesada de las fuerzas de seguridad en el rechazo a los inmigrantes, terminará por provocar una explosión.Pues bien ya ha ocurrido: el domingo 6 de febrero asistimos a unas escenas de caza del hombre dignas de la Alemania de los años 30 -cuando los sicarios de los nazis corrían tras los judíos para golpearles y asesinarles- contra la población magrebí y africana de El Ejido, ese Eldorado del trabajo clandestino, de la superexplotación e incluso de ciertas formas de esclavitud.

La razón es en apariencia sencilla: se trataría de la reacción de parte de la población tras el asesinato de una joven por un perturbado mental en el mercado de El Ejido. Más aún: este asesinato habría tenido lugar tras otros dos asesinatos en los invernaderos ocurridos unos días antes. En suma, la caza al emigrante, sin ser legítima, es comprensible: los bravos ciudadanos de El Ejido están hartos... Esta explicación, que se escucha a menudo, añade a la tragedia de los asesinatos la irresponsabilidad de los que la utilizan.

Ante todo, hay que decir una cosa: ningún crimen es legítimo y los responsables deben ser detenidos, juzgados y castigados. Y hay que añadir otra: nada es hoy comparable al dolor de las familias de las víctimas -a las que hay que expresar el mayor y más sincero sentimiento de pésame-. Pero también hay que recordar esto: la ley, toda la ley, y nada más que la ley. La ley: los culpables deben ser juzgados; toda la ley: deben poder explicar sus actos, es decir, ser escuchados y defendidos; nada más que la ley: no deben ser juzgados por otra cosa -condición social, religión, color de la piel- que no sea la materialidad de sus actos. Esa parte de la población que ha practicado la caza del hombre no respeta ni la ley, ni toda la ley, ni nada más que la ley. Esa parte fanatizada representa el odio, la violencia y, lo que es aún peor, la maldad cotidiana. Los inmigrantes, necesarios en los invernaderos porque ningún ciudadano español trabaja en ellos, son indeseables fuera. Los canallas que han atacado a inmigrantes inocentes aplicando el principio de responsabilidad colectiva, de siniestra memoria, lo han hecho en la más total impunidad. La policía presente se ha contentado casi siempre con evitar lo peor, observando una actitud de pasividad que, en algunos casos, ha rozado la complicidad con los asaltantes.

Se han quemado comercios, se han parado en medio de la calle coches de inmigrantes y se han volcado con sus ocupantes dentro. La sede de la ONG Almería Acoge ha sido saqueada, se ha destruido un café en el que a veces se reúnen los miembros de la asociación marroquí ATIME, se ha echado violentamente a los periodistas, un responsable político ha estado a punto de ser linchado. Los inmigrantes tuvieron que huir durante horas por doquier y cerca de doscientos terminaron por refugiarse en una colina de las afueras de la ciudad, rodeados por la policía, que les sirvió de cordón de seguridad.

Ésta es la realidad: en la España democrática del siglo XXI, los inocentes son perseguidos a causa de su pertenencia social (son pobres), confesional (en su mayoría, son musulmanes), nacional (son extranjeros). ¿Cómo se ha llegado a ello? La opinión pública, escandalizada por estos ataques, se hace esta pregunta, pero los responsables saben muy bien por qué y cómo.

Desde hace años "se" ha dejado pudrir la situación. Unos patronos sin escrúpulos tenían necesidad, para aumentar sus beneficios, de mano de obra joven, pobre, sin derechos sociales, sin derechos políticos, y, por tanto, susceptible de sufrir una dictadura pura y dura. Unos dirigentes políticos cerraban los ojos ante esa situación, pues esos trabajadores no votaban y por lo tanto no podían influir en sus carreras. Unas autoridades, acostumbradas a practicar el doble rasero, aterrorizaban con frecuencia a los inmigrantes, les vejaban, con más frecuencia, y, como mínimo, les hacían notar que eran indeseables en un país, en una región, cuyo alto nivel de vida se funda precisamente en sus míseras condiciones de trabajo. Esta conjunción de cobardías inconfesas e irresponsabilidades compartidas ha terminado por desembocar en donde lógicamente debía desembocar: en el llamamiento al asesinato. Y este 6 de febrero se ha oído en El Ejido: ¡muerte al inmigrante, al moro!

¿Qué decir ante tal escándalo? ¿Qué hacer? Respecto a la imagen de España, este día será uno de los más sombríos desde el fin del franquismo; respecto a los partidos políticos, deben saber que si quieren jugar con el racismo, lo pagarán muy caro y provocarán que vuelvan con fuerza los viejos demonios que tanto mal han hecho a este país; respecto al Gobierno, la lección es todavía más importante: debe comprender que el reconocimiento de los derechos de los inmigrantes es una condición indispensable para el fortalecimiento del Estado de derecho y para la participación en los valores básicos de la civilización moderna.

Frente a la razón de la fuerza hay que imponer la fuerza de la razón. Se quiere excluir la Austria de Haider del concierto de las naciones democráticas. En El Ejido, en Andalucía, aunque no toda la población es culpable, hay que reconocer que, hasta el momento, son los haider locales los que dictan la ley.

Juan Goytisolo es escritor. Sami Naïr es parlamentario europeo por el Partido Socialista francés.

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