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La torre de Pelli, el castillo de Kafka

PEDRO UGARTE

El edificio en cuestión (la luminosa torre de Pelli, una especie de enorme consolador arquitectónico) acogerá las oficinas de la Diputación de Bizkaia, y con ellas las de nuestra benemérita Hacienda Foral. Son 50.000 metros de superficie, 125 metros de altura, 37 pisos de estricta naturaleza burocrática y fiscal. Hacienda, tan cerca de nosotros (cada vez más cerca), ha decidido alzar la vista mediante un imponente rascacielos. Es una expresión ingeniosa que los edificios humanos lleguen a rascar los cielos. Lamentablemente, Hacienda no rascará lo suyo entre esas nubes tan cercanas y al mismo tiempo tan insolventes: seguirá rascando a ras de tierra, rascando la moral y los bolsillos del populacho peatonal.

Los ciudadanos conscientes, los que aún mantenemos en el fondo del alma algún resabio de la democracia griega, nos sentimos orgullosos de los edificios públicos, persuadidos de que, en cierto modo, también nos pertenecen. Pero la imponente mole donde quiere atrincherarse Hacienda tiene algo de inquietante: miles de liquidadores, inspectores y ejecutores, rozando las alturas de Dios. Sí, acercarse a la torre de Pelli, al enorme consolador de 125 metros, y uno irá con su papelito, a resolver un insignificante asunto. Qué miedo, de repente.

Confiamos en la habilitación funcional del edificio, en las sencillas instrucciones que nos permitirán de golpe encontrar el mostrador del Impuesto de Actividades Económicas, o el de legalización de libros oficiales, o el de liquidación del impuesto sobre la renta. Ya saben, piso trece o piso veintinueve. Una superposición de gruesas láminas de cemento armado, un hojaldre de funcionarios, departamentos y subdepartamentos. La torre trabajará a ras de tierra pero elevará lo recaudado a las alturas. La torre succionará la pasta como las bocas de metro de Bilbao succionan a la gente en hora punta. El dinero consuetudinario de los vizcaínos (infanzones de tierra llana, o villanos como yo) ascenderá a las alturas por los intrincados conductos de la torre.

El castillo, de Franz Kafka, elaboró una metáfora que retrata con acierto la difusa crueldad de la sociedad contemporánea. El castillo estaba allí, soberbio, inaccesible, amenazante, amedrentando la aldea. Y el castillo lo gobernaban unos condes de los que nadie, en realidad, había tenido jamás noticia. Incontables instancias burocráticas se interponían entre la gente y sus máximos gobernantes. De hecho, acceder por fin al delegado del delegado del delegado de algún remoto responsable secundario del castillo era una tarea que podría necesitar toda una vida de esfuerzos y gestiones.

Uno espera que la torre de Pelli no se transforme en un castillo, aunque dudamos que, en la imaginación de Kafka, las dimensiones de su fortaleza pudieran alcanzar a las que tendrá muy pronto la hacienda de Bizkaia. La torre desencadenará un efecto disuasorio, es de prever, sobre los incansables impulsos defraudadores de la ciudadanía en general. Es dudoso que consiga lo mismo de las multinacionales, de las soberbias compañías que elevan edificios parecidos al de la Diputación. Algunas grandes empresas casi podrían contemplar los más altos ventanales de la torre de Pelli de igual a igual. Nos tememos que esa visión no alcanza a los trabajadores por cuenta ajena, ni a los autónomos, ni a los pensionistas, ni a esos humildes parados que disfrutan de las oficinas del Inem a pie de acera.

Uno seguirá con interés la erección (léase deprisa) del faraónico edificio, el enorme consolador recaudatorio, el centro erógeno de las instituciones: la erótica del poder, acaso, en construcción tan imponente. Empiezo a poner en orden mis papeles legales. Quiero llevar todos mis asuntos como Dios y hacienda mandan. Quizás algún día me llamen de la torre y tenga que visitar alguno de sus departamentos (ya saben: piso decimoquinto, piso vigesimotercero). Espero franquear la puerta sin desfallecer. Uno es un ciudadano, presume, aunque nunca haya cruzado palabra con los condes del castillo.

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