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Tribuna
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Comedia, pero honrada

Desde el sofá de mi sala de estar, viendo la ceremonia de entrega de los premios Goya tal como la presenciaron la mayoría de los españoles, tengo que decir que a ver si TVE se entera de una vez de que queremos asistir a la entrada, con los vestidos y el glamour, y que esta tontería de tener que aguantar previamente reportajes enlatados, para que se luzca el presentador de Informe semanal, es algo que tenemos que pagar todos los contribuyentes. Y que no me resigno. Es terriblemente deprimente pasar de los anuncios -uno de ellos, de compresas para mujeres mayores aquejadas de incontinencia de pipí, y otro, de un mejunje que ayuda a los papás a no parecer canosos- a esa cosa con todos sentados y en trance de averiguar quiénes serán los profesionales del cine más envidiables de los próximos meses.La última ceremonia de entrega de los premios Goya, primera que se desarrolló en Barcelona, tuvo un tinte solemne, que ni siquiera el homenaje a Luis Buñuel, que puso a nuestro alcance al artista más gamberro que ha dado esta compungida tierra nuestra, pudo trastocar la deliberada voluntad de cinefilia sensible que tiñó todo el acto. Porque había, la verdad, como una voluntad de tristeza. Las canciones, que eran de patetismo, de soledad, de melancolía, cuando no con un punto de nueva canción algo trasnochado, obligaban, por su duración, a un recorrido por nuestro cine que nos mostraba que, francamente, nunca fuimos demasiado la hostia (salvo el fragmento de Isasi-Isasmendi: vaya marcha). Y así nos íbamos hundiendo en el sopor.

Los catalanes tenemos dos problemas: primero, el miedo a hacer el ridículo. Por eso solemos quedarnos cortos (y los que nos pasamos de rosca emigramos a Madrid). Dos, el complejo de ser una delegación del poder central, que nos hace mostrarnos apocados (y por eso, los que no somos apocados, emigramos a Madrid). Bueno, la ceremonia de entrega de los Goya de anoche tenía mucho de ambos componentes. Por miedo de que a Antonia San Juan se le subieran las pollas a la boca, la estupenda revelación de Todo sobre mi madre dispuso de un guión sintético, discreto, elegante -firmado por Jaime Figueras y Rosa Vergés, que además dirigió la ceremonia-, y, por miedo a pasarse en presencia del príncipe Felipe, no hubo ni un puñetero taco ni una salida de tono que, estoy segura, al propio Príncipe no le habría parecido mal. Pero eso no es culpa de los guionistas, bien al contrario; ni de la presentadora. Presiones de la mesocracia, imagino. Sólo Pedro Almodóvar se atrevió con el Príncipe al hablar de su cumpleaños. Pero la San Juan no dijo que su película preferida era El príncipe y la corista, como era la primera intención.

Digna y muy cinéfila fue la ceremonia de entrega, pero no arrancó emocionalmente hasta que, bien entrada la noche, aparecieron en el escenario los primeros premios para Todo sobre mi madre, que presagiaban, ¡por fin!, algo de justicia para el heterodoxo Almodóvar, que, en su silla, se iba consumiendo al ver cómo se desperdiciaba el ingenio de Antonia San Juan ante un público bastante helado, al que sólo pusieron de pie los veteranos: Paco Rabal, espléndido (en su Goya redundante por Goya), y, de nuevo, el homenaje a Luis Buñuel, en el magnífico fragmento de un no menos interesante documental, A propósito de Luis Buñuel, de Javier Rioyo y José Luis López Linares. Debo decir que el primero que se levantó a aplaudirles fue el príncipe Felipe. Que se sentaba al lado de Aitana Sánchez-Gijón, quien a su vez se levantó las tetas con ambas sus dos manos cuando pensó que nadie la miraba, pero TVE, que nunca enfoca a nadie, ahí la tenía, bien presente. Tiene Aitana extraña afición por sus tetas, y hace bien. Son espléndidas.

Del sobrio pero comedido guión que hizo de la ceremonia una especie de seria reflexión sobre nuestro cine (a la par que incomprensible para quien no lo haya mamado, película tras película), sólo hay que decir que es una pena que faltara un poco más de jolgorio. Pero de la retransmisión de TVE queda por declarar que esta prenda nunca ha visto que, en una ceremonia pareja (véase entrega de los oscars), un operador pierda minutos enfocando las manos del pianista o del guitarrista mientras deja que se pierda, en pantalla televisiva, la imagen de lo único que nos importa: el cine. Personalmente eché a faltar el encadenado entre el pasacalle de Lolita Sevilla en Bienvenido, Mr. Marshall, de Luis G. Berlanga, encadenado con el pasacalle de Ocaña por la Rambla en Ocaña, retrat intermitent, de Ventura Pons. Pero igual me lo perdí porque mi perro me pedía la cena. No sé, ustedes.

Menos mal que, arreglándolo todo, hubo un primer plano de Jordi Mollà masticando compulsivamente chicle, que me hizo pensar que, por fin, nuestro joven actor ha conseguido parecerse a Brad Pitt. Sólo que en 12 monos.

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