Inmigrantes para vivir mejor
Desde hace unas semanas, unos informes alarmistas llaman la atención sobre las previsiones negativas de la evolución demográfica en los países occidentales. El último, hasta la fecha, el de la ONU -del que, por cierto, por el momento sólo se conoce la síntesis preliminar pues aún no ha sido publicado-, adelanta cifras inquietantes para el futuro de los sistemas de protección social y de jubilación. Lo que está en tela de juicio tras estas estadísticas es la política de emigración de los países ricos. Aunque la diferencia demográfica entre Norte y Sur nunca ha sido más acusada y más escandalosa, la retórica actual sobre las necesidades humanas de los países del Norte tiende, por desgracia, a contemplar los movimientos migratorios presentes y futuros sólo en la medida en que les benefician de forma directa, nunca de acuerdo con la perspectiva del desarrollo de las propias sociedades de origen.¿Cuál es la situación real? Confirmando lo que los especialistas ya saben desde hace tiempo, el informe de la ONU indica que para mantener el equilibrio medio actual - entre cuatro y cinco personas activas por jubilado en la Unión Europea- de aquí al año 2025, será necesario recurrir a 123 millones de inmigrantes. Esta observación se basa en la tasa de fecundidad media actual de la UE (1,4 hijos por mujer) y en el envejecimiento inevitable de las sociedades industrializadas. La consecuencia demográfica es que, sin aportaciones exteriores, dentro de 50 años sólo habrá dos personas activas por una inactiva en Europa, es decir, una disminución de cerca de 30 millones de personas de aquí al 2025, si se mantiene la actual tasa de fecundidad.
A partir de ahí, varios países pueden ver su competitividad y su modelo social seriamente alterados. Así, para resistir, Francia necesitará recurrir a 23 millones de inmigrantes de aquí al 2025, mientras que el Gobierno prevé 30.000 entradas al año de aquí al 2005, 20.000 entre el 2005 y el 2010, y 10.000, 5.000 y, finalmente, ninguna, para los tres quinquenios siguientes, es decir, un total de 325.000 personas. España necesitará 12 millones de inmigrantes de aquí al 2050, es decir 240.000 al año, mientras que el Gobierno prevé acoger sólo a 30.000. Para Alemania, la ONU recomienda 44 millones de inmigrantes adicionales, mientras que el Gobierno prevé 5,2 millones. Por su parte, Italia necesitará 26 millones y prevé 320.000.
Pero estas previsiones no son más que previsiones. No hay que tomarlas al pie de la letra ya que la historia de las poblaciones, si bien a largo plazo obedece a tendencias firmes, a menudo reserva también sorpresas. Además, estas cifras están basadas en evoluciones demográficas, económicas y sociales constantes; pero las incógnitas son numerosas. ¿Cómo se reformará el sistema de jubilación? ¿Se ampliará la vida activa, se incrementarán las cotizaciones, se introducirán fondos de pensión o se recurrirá a la inmigración? ¿Qué política familiar se fomentará? La tasa de actividad de las mujeres, ¿ha alcanzado su nivel más alto? ¿Cuáles serán los efectos de una nueva política de distribución de las funciones sociales si la tendencia a la igualación de las condiciones de los hombres y de las mujeres prosigue en los países ricos? Resulta imposible responder hoy a estas preguntas y, por consiguiente, todas las previsiones estadísticas deben ponerse en tela de juicio. Además, las migraciones ya influyen en la tasa de fecundidad de los países de acogida. En Alemania, la nueva ley sobre la nacionalidad permitirá acceder de golpe a la nacionalidad alemana a cuatro millones de personas pertenecientes a una franja de la población especialmente fecunda. Pero, más allá de estos interrogantes legítimos, la realidad de la estructura de la población mundial es ciertamente la de un profundo desequilibrio demográfico-económico, cuyos efectos sociales y culturales pueden ser temibles. En los países ricos nos encontramos con un inevitable envejecimiento: en el 2050, más del 47% de la población europea habrá superado la edad de jubilación, mientras que la proporción de los menores de 59 años habrá disminuido en un 11%. En los países pobres, con un crecimiento de poblaciones masivamente jóvenes: la ONU calcula en 700 millones el número de nuevas incorporaciones al mercado de trabajo de los países pobres entre 1990 y el 2010, es decir, más que el conjunto de la población activa de los países desarrollados en 1990.
La paradoja no radica únicamente en esta fragmentación. Se debe a algo probablemente más grave: esta mutación irá seguramente de la mano de un contexto económico mucho más difícil en el Norte. Como prevé la ONU, el envejecimiento de las sociedades desarrolladas deberá ocasionar el consiguiente descenso de los ingresos por habitante (-18% de media en los países europeos, -23% en Japón, -10% en Estados Unidos).
Evidentemente, podemos sufrir esta evolución sin reaccionar. Pero las consecuencias sociales y culturales serán entonces muy negativas. También podemos -y ciertamente debemos- prepararnos para ello, de manera realista, sin demagogia y con el mínimo de solidaridad que se impone tanto con respecto a las viejas generaciones como en relación con los jóvenes y los recién llegados. Para ello hay que ser capaz de concebir una gran política de población articulada en torno al control de las variables sociales, culturales e, incluso, digámoslo con claridad, de identidad. Que la mundialización actual genera desplazamientos de población considerables, no ofrece dudas; que las sociedades deben renovar su capital demográfico para conservar su competitividad y sus sistemas sociales, es de una evidencia aplastante dado lo enormemente arraigado que está el bienestar social en los países desarrollados; que millones de personas en los países del Sur y del Este son candidatas a la emigración hacia los países ricos, lo demuestra ampliamente la realidad cotidiana. Pero, ¿dónde están las respuestas políticas a estos desafíos? Europa, al contrario que EEUU, tiene una actitud pusilánime, burocrática e incluso timorata frente a estas tendencias. De hecho estamos en una situación en la que todo está listo para que los flujos migratorios estén regidos por el mercado, únicamente por las necesidades del mercado. Pero las migraciones no son cosas, ni los inmigrantes son mercancías. Son seres humanos con sus aspiraciones y sus necesidades, sus costumbres y sus rasgos culturales, sus dificultades actuales y su voluntad de futuro. Por tanto, hay que integrar el fenómeno migratorio, no sólo como variable económica, sino también como realidad humana destinada a modificar la sociedad de acogida al modificarse a sí misma.
Está claro que si los principales países implicados recurren a
la inmigración masiva, asistiremos a una modificación étnica sustancial de sus poblaciones. Evidentemente, esto es imposible. Por meras razones de identidad, ningún país se arriesgará a hacer entrar en 10, 15 o incluso 20 años, a 23 (Francia), 26 (Italia) o 44 millones (Alemania) de inmigrantes, pues ninguna sociedad puede aceptar un cambio de tanta importancia en tan poco tiempo. Éste es el argumento principal de fondo para relativizar el sentido del informe de la ONU. Pero ningún país rico podrá tampoco prescindir, en el futuro, de los inmigrantes. Por tanto, hay que establecer políticas contractuales a largo plazo con los países abastecedores de mano de obra, organizar los flujos, fomentar los contratos temporales, integrar realmente -a través de la escuela, de la cultura, de la participación ciudadana- a aquellos que ya están aquí, y por último, y no es la menor de las responsabilidades, procurar no asustar a los ciudadanos de los países de acogida. Ninguna política de emigración puede tener éxito si los pueblos se oponen a ella. Ésta es la principal lección que puede sacarse de las últimas décadas del siglo que acaba de terminar que vio renacer, a escala masiva y en países fuertemente democratizados, el racismo, la xenofobia y la exclusión étnica. Pero también sabemos que todas las identidades se van a transformar: ésta es una certeza para el siglo XXI. Más vale prepararse para ello, es decir, educar a los pueblos, en vez de confiar ciegamente en las leyes del mercado.
Sami Naïr es catedrático de la Universidad de París VIII y profesor invitado de la Universidad Carlos III.
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