El futuro ataca de nuevo
La ocupación favorita de numerosos medios de comunicación desde que hemos cambiado de siglo (cosa dudosa) es hablar del futuro. Se ha desatado una verdadera ola de furor futurístico montados en la cual todos rivalizan en avisarnos de cómo vamos a ser dentro de poco. La futurología, como saben, es el arte de predecir el futuro por medios científicos, pero lo que vengo leyendo desde el día uno de Enero es tan científico como los adelantos de nuestro horóscopo anual, por muy cargado que venga de jerga tecnológica.Retrocedamos a 1895, al momento en que un tipo muy imaginativo se encuentra en una sala viendo La salida de los obreros de la fábrica de los Lumiére. Ni con una buena dosis de peyote para desatar hasta la última traba de su imaginación hubiera sido capaz de intuir siquiera que aquello acabaría convirtiéndose en la secuencia inicial de Sed de Mal, en el solo de Gene Kelly de Cantando bajo la lluvia o en la secuencia del baile de oficiales de Fort Apache. Todo lo más soñaría, en un ataque de entusiasmo, que acaba de abrirse una posibilidad de hacer algo distinto. Una cosa es la futurología y otra muy distinta la adivinación del futuro.
A esto último es a lo que parecen dedicadas frenéticamente todas las publicaciones de actualidad. Alguien sensato ha advertido ya que el siglo XXI no será el Siglo de la Ciencia como se vocea con harta satisfacción sino el Siglo de la Tecnología, que es muy diferente. En otras palabras: que el becerro de oro al que todos adorarán creyendo que se echan en brazos de la ciencia será en realidad la máquina. No sólo no está mal visto sino que, de acuerdo con las leyes de Murphy, muchos tememos que será lo que suceda.
Toda la divulgación pseudocientífica entra en éxtasis definiendo cómo un tipo con una cadera de plástico, un corazón de látex, un par de manos electrónicas y multiconexión a los centros de información del planeta a través de sus lentillas, dirige desde su casa a la Filarmónica de Berlín interpretando la Sinfonía del Nuevo Mundo. Pero la cosa no pasaría de ser graciosa si no estuviera impregnada de algo que es más antiguo que el hilo de coser: el sentido apocalíptico de la existencia y la confusión del concepto de antiguo con el de caduco.
En el fervor, en el entusiasmo, en la morbosa y detallada explicación de la clase de cyborgs en la que, según ellos, nos vamos a convertir, no hay un átomo de entusiasmo científico. Esta es la apariencia, pero por debajo late el demonio del puritanismo. En esa llamada a convertirnos en una cosa híbrida entre mutante y astronauta de andar por la aldea global, en esa lucha por reducir a fantasía los datos científicos de que disponemos, hay una advertencia inconsciente: al fin llega un nuevo mundo, un nuevo orden, entreguémonos a él. Entre el milenarista que se refocila con la catástrofe y el entusiasta ciego que se sitúa ya en el paraíso que surgirá al cabo de los mil años oscuros que deben seguirla no hay mucha diferencia: son los dos extremos de un mismo miedo a vivir.
Yo no creo que se haga con mala voluntad sino que la angustiosa competencia por llamar la atención empuja a cometer estos y otros dislates. La indisimulada complacencia cuasierótica de caminar por el filo de una navaja cuyas dos hojas son el reaccionarismo y la pseudociencia se está extendiendo y yo me pregunto qué mal hemos hecho para tener que sufrir a tanto profeta. Nada más librarnos (por el momento) de todos los pelmazos que se subieron el pasado 31 de Diciembre al pico de un monte para esperar el fin de la humanidad, nos llegan los que nos lanzan con la misma alegría a un futuro de pacotilla tan apocalíptico como el de los anteriores. ¿No podrían contárselo entre ellos en un chat y dejarnos sobrevivir a los demás, que bastante tenemos encima sin necesidad de su perverso entusiasmo?
Babelia
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