El comprometedor comprometido

Pese al tiempo ya transcurrido desde la muerte de Jean-Paul Sartre, aún no parece llegada la hora de que se valoren con ecuanimidad ni sus contribuciones intelectuales ni su figura pública. Sus obras mayores, macizas y farragosas, concuerdan mal con el gusto público de los ligeros tiempos posmodernos que vivimos y en el ámbito académico nunca fue del todo bienvenido. Además, si nos tienta lo arduo, no cabe duda de que más vale hacer el esfuerzo con la soporífera Teoría de la justicia, de John Rawls -sin duda, la pieza de filosofía política más comentada en la segunda mitad del siglo XX-, que con la Crítica de la razón dialéctica, aproximadamente igual de aburrida -aunque mejor escri-ta-, pero muchísimo menos influyente. Sin embargo, gran parte de lo que Sartre escribió no merece este irreverente carpetazo: ni las vibrantes y alucinadas páginas sobre la libertad de El ser y la nada, ni su simplificado manifiesto El existencialismo es un humanismo, ni muchos de sus ensayos literarios (entre otros, su hermosa reconciliación póstuma con Albert Camus), ni Huis clos, ni, sobre todo, el punzante análisis de la infancia de un líder intelectual contemporáneo que hace en Las palabras. Quizá tuviese razón Jean d'Ormesson en su comentario necrológico: "Más que una obra definitiva en algún campo, nos deja múltiples pruebas de un inmenso talento".Pero lo grave es que Sartre fue también un escritor "comprometido" política y socialmente, según pautas que él mismo estableció. Y el compromiso del intelectual es cosa... realmente comprometida, como demuestra este siglo agonizante. Si prescindimos, por un lado, de todos los intelectuales ilustres que alguna vez simpatizaron con la dictadura comunista y después tachamos a cuantos coquetearon más o menos con el fascismo, sin hablar siquiera de los que pasaron por ambas fases o se hicieron integristas religiosos o... en fin: ¿cuántos nos quedan? En lo del compromiso, Sartre quedó muchas veces en posición comprometida: recuerdo bien la crónica quejosa de un estudiante de Praga poco antes de la primavera del 68, cuando el gran maestro fue a hablar a su universidad y apoyó los dictámenes de los burócratas que les martirizaban. O mi propio sobresalto al leer su prólogo a un libro sobre el proceso de Burgos, en el que abundaba en los peores tópicos -incluso "raciales"- sobre el tema vasco. ¡Y todos los cotilleos maliciosos o doloridos que corren sobre las manipulaciones de su vida amorosa!
En todo caso, lo que nadie puede negarle es que fue levadura y fermento de sus días, el "espíritu de la época" sin caballo y tomando café en el Flore. Concluyamos provisionalmente que quizá no hizo el mundo más inteligible, pero sí más interesante, mérito que suelen valorar mejor los contemporáneos que los descendientes de tercera o cuarta generación.
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